Apuntes complementarios: "Madame Bovary: La orgía perpetua" de Mario Vargas Llosa
Uno de los estudios más conocidos y citados en castellano sobre la obra de Flaubert corresponde al que hizo Mario Vargas Llosa : Madame Bovary: La orgía perpetua.
A continuación tenéis algunos fragmentos del mismo. Leedlos con atención y los comentaremos en clase
1. Flaubert, en sus cartas a Louise, mientras escribía Madame Bovary, estaba seguro de hacer una novela de “ideas”, no de acciones. Esto ha llevado a algunos, tomando sus palabras al pie de la letra, a sostener que Madame Bovary es una novela donde no ocurre nada, salvo lenguaje. No es así; en Madame Bovary ocurren tantas cosas como en una novela de aventuras –matrimonios, adulterios, bailes, viajes, paseos, estafas, enfermedades, espectáculos, un suicidio-, sólo que se trata por lo general de aventuras mezquinas.
2. La mayoría de los críticos entiende que la obsesión formal de Flaubert tiene que ver exclusivamente con el lenguaje. En realidad, es tan obsesiva en lo que se refiere a la estructura –el orden del relato, la organización del tiempo, la gradación de los efectos, la ocultación o exhibición de los datos– como a la escritura.
3. No es sorprendente que lectores acostumbrados por la novela romántica a ver descritos, junto con las desgracias de los personajes, los sentimientos de conmiseración o de cólera que estas desgracias provocan en el narrador (y que deben provocarles a ellos), acusaran a Flaubert de “frío”, “deshumanizado” y de realizar “autopsias” al leer en Madame Bovary, por ejemplo, la agonía de Emma, referida con la más absoluta objetividad por el relator invisible.
4. Quien se hace invisible, narrando desde la tercera persona, manteniendo una inexpugnable neutralidad respecto de lo que ocurre en la realidad ficticia, no opinando, no sacando enseñanzas morales ni sociales de la historia, no conmoviéndose ante las experiencias de los personajes, es el narrador de la novela, no el autor. El narrador es siempre alguien distinto del autor, una creación más de éste, al igual que los personajes, y, sin duda, el más importante, aun en los casos en que se trata de un relator invisible, porque todos los otros dependen de este personaje secreto. El autor de una novela se desdobla, inventa un narrador (o varios), y es éste quien adopta aquellas actitudes de impasibilidad y objetividad, u otras distintas, como por ejemplo en una novela romántica, en la que el narrador omnisciente suele ser una presencia visible, una subjetividad que al tiempo que narra la historia se narra a sí misma.
5. El gran aporte técnico de Flaubert consiste en acercar tanto el narrador omnisciente al personaje que las fronteras entre ambos se evaporan, en crear una ambivalencia en la que el lector no sabe si aquello que el narrador dice proviene del relator invisible o del propio personaje que está monologando mentalmente.
6. El estilo indirecto libre, al relativizar el punto de vista, consigue una vía de ingreso hacia la interioridad del personaje, una aproximación a su conciencia, que es tanto mayor por cuanto el intermediario –el narrador omnisciente- parece volatilizarse. El lector tiene la impresión de haber sido recibido en el seno mismo de esa intimidad, de estar escuchando, viendo, una conciencia en movimiento antes o sin necesidad de que se convierta en expresión oral, es decir, siente que comparte una subjetividad. El método del que se vale Flaubert para lograrlo es un uso sabio de los tiempos verbales y, sobre todo, de la interrogación.
7. No es el mundo de la burguesía, sino algo más ancho, que cubre transversalmente las clases sociales, lo que Madame Bovary convierte en materia central de la novela: el reino de la mediocridad, el universo gris del hombre sin cualidades. Sólo por esto merecería la novela de Flaubert ser considerada fundadora de la novela moderna, casi toda ella erigida en torno a la esmirriada silueta del antihéroe.
8. Madame Bovary es, en efecto, un mundo de seres cuyas existencias se componen de pequeñeces, de hipocresías, miserias y sueños menores. Esto, además de significar una ruptura con los mundos de la novela romántica, inaugura la era novelesca contemporánea, donde la mediocridad irá anegando sistemáticamente a los héroes, restándoles grandeza moral, histórica, psicológica, hasta que, al final, en nuestros días, en una culminación de ese proceso de deterioro, lleguen a convertirse en la obra de escritores como Beckett o Nathalie Sarraute en residuos, entidades vivientes en estado larval, en una agitación de tropismos vegetales, o, aún más lejos, en las novelas de un Sollers, en apenas un ruido de palabras. Esta disminución progresiva del personaje –que no terminará con la muerte de la novela, como temen algunos pesimistas, sino, probablemente, en un proceso contrario de reconstrucción, pero sobre bases distintas, del héroe novelesco.
9. El despectivo Flaubert, en cambio, realizó una obra que en la práctica supone (en la medida que las exige) la adultez y la libertad del lector: si hay una verdad en la obra literaria (porque es posible que haya varias y contradictorias), se halla escondida, disuelta en el entramado de elementos que constituyen la ficción, y le corresponde al lector descubrirla, sacar por su cuenta y riesgo las conclusiones éticas, sociales y filosóficas de la historia que el autor ha puesto ante sus ojos. El arte de Flaubert respeta por sobre todas las cosas la iniciativa del lector. La técnica de la objetividad está encaminada a atenuar al máximo la inevitable “imposición” que conlleva toda obra de arte.
10. La tragedia de Emma es no ser libre. La esclavitud se le aparece a ella no sólo como producto de su clase social —pequeña burguesía mediatizada por determinados medios de vida y prejuicios— y de su condición de provinciana —mundo mínimo donde las posibilidades de hacer algo son escasas—, sino también, y quizá sobre todo, como consecuencia de ser mujer. En la realidad ficticia, ser mujer constriñe, cierra puertas, condena a opciones más mediocres que las del hombre.
Pero Emma es demasiado rebelde y activa para contentarse con soñar una revanche vicaria, a través de un posible hijo varón, de las impotencias a que la condena su sexo. De modo instintivo, a tientas, combate esa inferioridad femenina de una manera premonitoria, que no se diferencia mucho de ciertas formas elegidas un siglo más tarde por algunas luchadoras de la emancipación de la mujer: asumiendo actitudes y atavíos tradicionalmente considerados como masculinos. Feminista trágica —porque su lucha es individual, más intuitiva que lógica, contradictoria porque busca lo que rechaza, y condenada al fracaso—, en Emma late íntimamente el deseo de ser hombre. Es más que una simple casualidad, por eso, que, en sus visitas al castillo de la Huchette, la residencia de su amante, juegue a ser varón —"elle se peignait avec son peigne et se regardait dans le miroir a barbe"— e, incluso, en un acto fallido que un analista rotularía como característico de la nostalgia" de falo, acostumbre ponerse entre los dientes "le tuyau d'une grosse pipe" de Rodolphe. No es la única ocasión en que aparecen en vida de Emma gestos que transparentan una inconsciente voluntad de ser hombre. Su biografía está llena de detalles que hacen de esta actitud una constante desde su adolescencia hasta su muerte. Uno de ellos es la indumentaria. Emma acostumbra dar a su atuendo un toque masculino, usar prendas varoniles, lo que, por lo demás, resulta atractivo para los hombres que la rodean. Cuando Charles la conoce, en la granja de Bertaux, observa que la muchacha "portait, comme un homme, passé entre deux boutons de son corsage, un lorgnon d'écaille". En el primer paseo a caballo con Rodolphe, es decir el día que comienza su liberación de las trabas del matrimonio, Emma está tocada simbólicamente con "un chapeau d'homme". A medida que progresan sus amores con Rodolphe y ella se vuelve más audaz e imprudente, comienzan a multiplicarse estos signos exteriores de su identificación con lo viril: como para "escandalizar al mundo", dice el narrador, Emma se pasea con un cigarrillo en la boca, y un día la vemos bajar de L'Hirondelle "la taille serrée dans un gilet, a la façon d'un homme": ese chaleco masculino resulta tan inconcebible que aquellos que dudaban de su infidelidad "ya no dudaron más".
Emma está siempre condenada a frustrarse: siendo mujer, porque la mujer es en la realidad ficticia un ser sometido al que está vedado el sueño y la pasión; siendo hombre, porque sólo puede conseguirlo volviendo a su amante un ser nulo, incapaz de despertar en ella la admiración y el respeto por esas virtudes supuestamente viriles que no halla en su marido y que busca en vano en el adulterio. Ésa es una de las contradicciones irresolubles que hacen de Emma un personaje patético. El heroísmo, la audacia, la prodigalidad, la libertad son, aparentemente, prerrogativas masculinas; sin embargo, Emma descubre que los varones que la rodean —Charles, Léon, Rodolphe— se vuelven blandos, cobardes, mediocres y esclavos apenas ella asume una actitud "masculina" (la única que le permite romper la esclavitud a que están condenadas las de su sexo en la realidad ficticia). Así, no hay solución. Ese horror a tener una hija, tan criticado por los bienpensantes, es un horror a traer un ser femenino a un mundo donde la vida para una mujer (como ella, al menos) es sencillamente imposible.
11. La rebeldía, en el caso de Emma, no tiene el semblante épico que en el de los héroes viriles de la novela decimonónica, pero no es menos heroica. Se trata de una rebeldía individual y, en apariencia, egoísta: ella violenta los códigos del medio azuzada por problemas estrictamente suyos, no en nombre de la humanidad, decierta ética o ideología. Es porque su fantasía y su cuerpo, sus sueños y sus apetitos, se sienten aherrojados por la sociedad, que Emma sufre, es adúltera, miente, roba, y, finalmente, se suicida. Su derrota no prueba que ella estaba en el error y los burgueses de Yonville-l'Abbaye en lo cierto, que Dios la castiga por su crimen, como sostuvo en el juicio Maitre Sénard, el defensor de la novela (su defensa es tan farisea como la acusación del Fiscal Pinard, secreto redactor de versos pornográficos), sino, simplemente, que la lucha era desigual: Emma estaba sola, y, por impulsiva y sentimental, solía equivocar el camino, empeñarse en acciones que, en última instancia, favorecían al enemigo (Maitre Sénard, con argumentos que debió poner en su boca el propio Flaubert, aseguró en el juicio que la moraleja de la novela es: los peligros de que una muchacha reciba una educación superior a la de su clase). Esa derrota, fatídica por las condiciones en que se planteaba el combate, tiene ribetes de tragedia y de folletín, y ésa es una de las mezclas a las que yo, envenenado, como ella, por ciertas lecturas y espectáculos de adolescencia, soy más sensible.
Pero no es sólo el hecho de que Emma sea capaz de enfrentarse a su medio —familia, clase, sociedad—, sino las causas de su enfrentamiento lo que fuerza mi admiración por su inapresable figurilla. Esas causas son muy simples y tienen que ver con algo que ella y yo compartimos estrechamente: nuestro incurable materialismo, nuestra predilección por los placeres del cuerpo sobre los del alma, nuestro respeto por los sentidos y el instinto, nuestra preferencia por esta vida terrenal a cualquier otra. Las ambiciones por las que Emma peca y muere son aquellas que la religión y la moral occidentales han combatido más bárbaramente a lo largo de la historia. Emma quiere gozar, no se resigna a reprimir en sí esa profunda exigencia sensual que Charles no puede satisfacer porque ni sabe que existe, y quiere, además, rodear su vida de elementos superfluos y gratos, la elegancia, el refinamiento, materializar en objetos el apetito de belleza que han hecho brotar en ella su imaginación, su sensibilidad y sus lecturas. Emma quiere conocer otros mundos, otras gentes, no acepta que su vida transcurra hasta el fin dentro del horizonte obtuso de Yonville, y quiere, también, que su existencia sea diversa y exaltante, que en ella figuren la aventura y el riesgo, los gestos teatrales y magníficos de la generosidad y el sacrificio. La rebeldía de Emma nace de esta convicción, raíz de todos sus actos: no me resigno a mi suerte, la dudosa compensación del más allá no me importa, quiero que mi vida se realice plena y total aquí y ahora. Hay sin duda una quimera en el corazón del destino ambicionado por Emma, sobre todo si se lo convierte en patrón colectivo, en proyecto humano. Ninguna sociedad podrá ofrecer a todos sus miembros una existencia semejante, y, de otra parte, es evidente, para que la vida en comunidad sea posible, que el hombre debe resignarse a embridar sus deseos, a limitar esa vocación de trasgresión que Bataille llamaba el Mal. Pero Emma representa y defiende de modo ejemplar un lado de lo humano brutalmente negado por casi todas las religiones, filosofías e ideologías, y presentado por ellas como motivo de vergüenza para la especie. Su represión ha sido una causa de infelicidad tan extendida como la explotación económica, el sectarismo religioso o la sed de conquista entre los hombres. Al cabo del tiempo, sectores cada vez más amplios —ahora hasta la Iglesia— han llegado a admitir que el hombre tenía derecho a comer, a pensar y expresar sus ideas libremente, a la salud, a una vejez segura. Pero todavía, como en los tiempos de Emma Bovary, se mantienen los mismos tabúes —y en esto la derecha y la izquierda se dan la mano— que umversalmente niegan a los hombres el derecho al placer, a la realización de sus deseos. La historia de Emma es una ciega, tenaz, desesperada rebelión contra la violencia social que sofoca ese derecho.
12. El tratamiento de lo sexual en la narrativa es uno de los más delicados, tal vez el más arduo junto con lo político. Como en ambos asuntos existe para el autor y para el lector una carga tan fuerte de prevenciones y convicciones, es dificilísimo fingir la naturalidad, "inventar" esas materias, darles autonomía: invenciblemente se tiende a tomar partido por o contra algo, a demostrar en vez de mostrar. Así como, según ciertos teólogos, por la bragueta se suelen ir más hombres al infierno, gran número de novelas se precipitan a la irrealidad por el mismo sitio. En ningún otro tema es tan patente la maestría de Flaubert como en la dosificación y distribución de lo erótico en Madame Bovary. El sexo está en la base de lo que ocurre, es, junto con el dinero, la clave de los conflictos, y la vida sexual y la económica se confunden en una trama tan íntima que no se puede entender la una sin la otra. Sin embargo, para sortear las limitaciones de la época (el siniestro puritanismo de sotana del Segundo Imperio llevó al banquillo a los dos grandes libros de su tiempo: Madame Bovary y Les Fleurs du Mal) y la amenaza de irrealidad, el sexo está presente a menudo de manera emboscada, bañando los episodios desde la sombra de sensualidad y malicia (Justin contempla tembloroso las prendas íntimas de Madame Bovary, Léon adora sus guantes, Charles una vez muerta Emma desahoga sus ansias en los objetos que a ella le hubiera gustado poseer), aunque, a veces, irrumpe triunfal: inolvidable escena de Emma desanudándose los cabellos como una consumada cortesana ante Léon, o cuidando su persona para el amor con el refinamiento y la previsión que debió tener la egipcia Ruchiuk Hânem. El sexo ocupa un lugar central en la novela porque lo ocupa en la vida y Flaubert quería simular la realidad. A diferencia de Lamartine, no disolvió por eso en espiritualidad y lirismo lo que es también algo biológico, pero tampoco redujo el amor a esto último. Se esforzó en pintar un amor que fuera, de un lado, sentimiento, poesía, gesto, y, del otro (más discretamente), erección y orgasmo.
0 comentarios :
Publicar un comentario