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jueves, 30 de mayo de 2013

LAS MIL Y UNA NOCHES: Historia del pájaro que habla, el árbol que canta y el agua de oro

Historia del pájaro que habla, el árbol que canta y el agua de oro. Las mil y una noches.

LAS MIL Y UNA NOCHES



Este es el libro de las "Mil y una Noches", maravillosa colección de cuentos árabes, bizantinos, indios y persas. Los recopilaron los poetas arábigos en honor de Haroum-Al-Raschid, quinto califa de la dinastía de los Abbasydas, que reinó en Bagdad.

Las crónicas de los antiguos reyes de Persia, que habían extendido su imperio por toda la India y más allá del Ganges, cuentan que hubo en otro tiempo un Sultán de aquella poderosa dinastía, llamado Schariar, amado por su sabiduría y su prudencia, y temido por su valor y el poder de sus ejércitos.

Su pueblo le quería ciegamente, y su reinado fué largos años feliz. Hasta que un día, enloquecido por la traición de su esposa, y creyendo en su furor que todas las mujeres eran lo mismo, concibió realizar una terrible venganza contra todas las doncellas de su reino. Llamó a su gran Visir y le dió orden de decapitar a la Sultana y a todas sus sirvientas. Y a partir de entonces, cada noche se casaba con una nueva esposa, a la que mandaba degollar sin compasión al día siguiente. Al anocher, una nueva doncella entraba todos los días en el aposento del Sultán, y al amanecer era degollada por el alfanje del Visir.

El rumor de esta bárbara venganza causó una consternación general en toda la ciudad, en la que no se oían más que gritos y lamentos. Y todo eran maldiciones y sangre en el reino que hasta entonces había sido el más feliz de la tierra.

El buen Visir sentía gran congoja y espanto ante las órdenes crueles que se veía obligado a acatar ciegamente todos los días. Y sus ojos derramaban lágrimas todas las mañanas al serle entregada la nueva víctima.

Tenía este Visir dos hijas, la mayor llamada Scherazada, y la menor Dinarzada. Una y otra eran extremadamente hermosas; pero Scherazada unía a su extraordinaria belleza una gran sabiduría y una profunda virtud. Nadie como ella supo jamás el arte de contar hermosos cuentos, de los que guardaba millares en su memoria; fábulas, encantamientos y maravillas, historias antiguas de reyes y princesas, adivinanzas, cuentos de genios y dragones, de aventuras, de batallas y de amor. Oyéndola, nadie sentía el paso de las horas, y el alma se quedaba extasiada ante sus cuentos, como un peregrino hambriento ante un jardín de frutas maravillosas.

Y esta habilidad de Scherazada vino a salvar milagrosamente el reino de Schariar y la vida de millares de doncellas. Porque un día la hija del Visir concibió el atrevido proyecto de ofrecerse por esposa al vengativo Sultán. Ni el llanto de su padre, ni el terror de su hermana, ni el miedo al peligro cierto la pudieron disuadir. Puesta de acuerdo con su hermana, pasó la noche en el aposento del Sultán; por la mañana, una hora antes de amanecer, Dinarzada vino a despertarla Y le suplicó que, por ser el último día de su vida, le contara antes de morir alguno de aquellos hermosos cuentos que sabía, si el Sultán se dignaba autorizarlo. Schariar accedió a oírlo, y cuando el cuento estaba a su mitad, amaneció. Era la hora en que el Sultán debía levantarse y acudir a la oración del alba; pero tan interesado estaba en oír el final del cuento, que decidió perdonar por un día la vida a Scherazada para oírlo a la noche siguiente. Y cada mañana Scherazada comenzaba un nuevo cuento, y Schair volvía a perdonarle la vida para oír la terminación al otro día.

Así, el príncipe oyó los cuentos de Scherazada por espacio de mil y una noches. Hasta que, olvidada su venganza, y enamorado tiernamente de la hija del Visir, perdonó por ella a todas las mujeres, la hizo reina de su corazón y volvió a ser a su lado un príncipe justo y benévolo, amado de su pueblo.

Oíd ahora uno de los cuentos que la discreta Scherazada contó al príncipe Schariar, y que comienza así:





HISTORIA DEL PAJARO QUE HABLA,

EL ARBOL QUE CANTA Y EL AGUA DE ORO

Noche LVI



Señor:

Hubo en otro tiempo un Sultán de Persia, llamado Koruscha, al que agradaba recorrer de noche, disfrazado, las calles de su ciudad en busca de lances y aventuras. Una noche conoció a una muchacha de familia humilde, pero tan discreta y hermosa, que se prendó ciegamente de ella y decidió hacerla su esposa, celebrándose, poco después las bodas, fastuosamente.

Las dos hermanas de la elegida, llenas de celos y envidia, resolvieron vengarse de la nueva Sultana a toda costa. Y valiéndose de toda clase de intrigas consiguieron apoderarse del primer hijo que tuvo su hermana, arrojando al agua al recién nacido dentro de una cesta, en el canal que pasaba por los jardines de palacio. Luego fueron a ver al Sultán y le dijeron que su hermana había dado a luz un gato. Mucho se dolió el Sultán al recibir tan triste noticia, y mandó que sobre ello se guardara el mayor secreto.

Pero una feliz casualidad salvó la vida del inocente niño. El intendente de los jardines, que llevaba largos años casado sin tener hijos, vió la cesta flotando en el agua, la recogió, y al hallar al hermoso recién nacido decidió llevarlo a su casa, buscarle una nodriza y criarlo como si fuera hijo suyo.

Al año siguiente la Sultana dió a luz otro príncipe, y las perversas hermanas lo colocaron también en otra cesta y lo arrojaron al canal, diciendo al Sultán que su hermana había dado a luz un nuevo monstruo. Afortunadamente, el niño fué recogido del mismo modo por el intendente de los jardines.

Finalmente, la Sultana dió a luz una hermosa princesa, y la inocente criatura corrió la misma suerte que sus hermanos, siendo arrojada al canal y recogida por el intendente.

El Sultán, desesperado por tanta desgracia, concibió un gran odio contra la Sultana, y ordenó al Visir que la hiciese encerrar en una jaula de madera, vestida con groseras telas, y que quedara expuesta así al escarnio público en la puerta de la mezquita para que todo musulmán le escupiera en el rostro al ir a hacer sus oraciones.

El intendente crió a los príncipes con ternura paternal, que aumentaba a medida que crecían en edad y revelaban todos ingenio extraordinario, y la princesa una belleza sorprendente. Los tres hermanos, llamados ellos Baman y Perviz, y la princesa, Panzada, estudiaron con un preceptor geografía, poesía, historia y ciencias; haciendo tales progresos

en poco tiempo que pronto aventajaron a su maestro. También aprendieron toda clase de juegos: montar a caballo, cazar, danzar y arrojar la jabalina. Así crecieron y se educaron aquellos príncipes, alegrando los últimos años del buen intendente, al que creían su padre, el cual murió sin revelarles el secreto de su nacimiento, dejándoles herederos de sus riquezas, de una magnífica casa de campo rodeada de jardines y un ancho bosque lleno de ciervos y leones.

Un día en que los dos príncipes habían salido de caza y Parizada quedó sola en el palacio, llegó una peregrina musulmana rogándole que le permitiera entrar para hacer sus oraciones. La princesa la atendió solícitamente, dándole la hospitalidad que manda la ley y ofreciéndole presentes y agasajos. Cuando la anciana iba a retirarse, agradecida por tantas atenciones, dijo a la princesa:

-Señora, vuestra casa es espléndida, alhajada con magnificencia y situada en un paraje encantador. Sólo tres cosas le faltan para ser el más delicioso palacio del mundo.

- ¿Y qué cosas son ésas, mi buena madre?

-preguntó Parizada.

-El pájaro que habla, el árbol que canta y el agua amarilla de color de oro, de la cual basta una sola gota para hacer un surtidor que jamás se consume.

-Hermosas cosas son ésas, mi buena madre. Pero ¿cómo saber dónde se hallan?

-Las tres se hallan juntas en el mismo lugar, en los confines de este reino. La persona que quiera encontrarlas no tiene más que caminar veinte días sin descanso, siguiendo siempre el camino que pasa por delante de esta casa. Al cumplirse los veinte días encontrará a un anciano, y él le dirá dónde se hallan las tres maravillas.

Y dicho esto desapareció.

Hondamente preocupada quedó la princesa con esta revelación, y en cuanto regresaron sus hermanos les contó todo lo sucedido. El príncipe Baman se levantó de repente, diciendo que había resuelto ir en busca del pájaro, del árbol y del agua de oro para tener el placer de regalárselos a su hermana. De nada sirvieron las palabras y ruegos de sus hermanos para hacerle desistir de tan arriesgada empresa. En un momento hizo Baman sus preparativos, y al despedirse entregó a su hermana un cuchillo envainado, diciéndole:

-Mira de vez en cuando la hoja de este cuchillo. Mientras la veas brillante, nada temas. Pero si vez que se empaña y gotea sangre será que alguna desgracia me ha ocurrido. Llora entonces por mí.

Y abrazando a sus hermanos por última vez el valeroso Baman montó a caballo y se alejó en línea recta por el camino que la anciana había indicado.

Atravesó toda la Persia y al cumplirse los veinte días encontró a un anciano de larga barba blanca, sentado bajo un árbol, cubierto con una mísera estera y tocado con un sombrero de anchas alas en forma de quitasol. Era un sabio derviche retirado de las vanidades del mundo.

El príncipe echó pie a tierra y le habló así:

-Buen derviche: vengo de lejanas tierras en busca del pájaro que habla, el árbol que canta y el agua de oro. ¿Podríais indicarme dónde se encuentran?

-Señor -respondió el derviche-, conozco ese lugar. Pero el peligro a que vais a exponeros es inmenso. Muchos valerosos caballeros han pasado por aquí y me han hecho la misma pregunta, y ni uno solo ha vuelto de la atrevida empresa. No sigáis adelante; volveos a vuestro país.

-No conozco el miedo, ni me importan los peligros. Os suplico que me indiquéis el camino.

Viendo el derviche que de nada servían sus prudentes consejos, sacó una bola brillante de un saco que tenía junto a sí y la presentó al joven.

-Tomad esta bola -le dijo-. Echadla a rodar y seguid tras ella hasta la falda del monte donde se pare. Bajaos entonces del caballo, que os esperará allí, y subid a la cumbre de la montaña. Econtraréis a derecha e izquierda una multitud de piedras negras y oiréis una confusión de voces que, con insultos y amenazas, tratarán de haceros retroceder. No miréis atrás, porque si lo hacéis os convertiréis al punto en una piedra negra como las otras, que son otros tantos caballeros encantados. Si lográis llegar hasta lo alto, allí veréis una jaula, y en ella el pájaro que habla; pregunta, y él os dirá dónde están el árbol que canta y el agua de oro. Ahora haced lo que os parezca, y que Alá os proteja.

Agradeció Baman las palabras del anciano; tomó la bola, y echándola a rodar siguió detrás hasta la falda de una montaña. Dejó allí su caballo y comenzó la ascensión entre las filas de piedras negras. Apenas habla dado cuatro pasos, comenzó a oír las voces de que le habla hablado el derviche; unas se burlaban de él, otras le insultaban, otras proferían terribles amenazas. El príncipe siguió subiendo intrépidamente, pero las voces llegaron a hacer tan amenazador estruendo rodeándole, que sus rodillas empezaron a temblar. Volvió la cabeza para retroceder y al instante quedó transformado en una piedra negra, lo mismo que su caballo.

Parizada llevaba siempre a la cintura el cuchillo que su hermano le entregó al partir. Un día, al mirar su hoja, la vió chorreando sangre, y la pobre princesa lloró amargamente la desgracia de Baman.

Pero Perviz era animoso y valiente, y no podía conformarse como ella con llorar a su hermano. Así, pues, decidió intentar la misma empresa, y se aprestó a partir en seguida sin dar oídos a los lamentos de Parizada, que temía perder a los dos y quedarse sola en el mundo. Antes de partir, Perviz entregó a su hermana un collar de perlas de cien cuentas, diciéndole:

-Repasa diariamente las cuentas de ese collar. Si un día las perlas no corren, como si se hubieran pegado unas a otras, será que me ha ocurrido alguna desgracia. Llora entonces por mi.

Y abrazándola amorosamente montó a caballo y siguió el mismo camino que su hermano.

A los veinte días encontró al derviche en el mismo lugar, bajo el mismo árbol; le hizo iguales preguntas, recibió las mismas indicaciones y consejos, y tomando la bola brillante que el anciano le entregó, la echó a rodar y siguió tras ellas hasta la falda del monte. Descabalgó allí y comenzó a subir a pie la cuesta bordeada de piedras negras. Pero apenas había dado unos pasos oyó una voz amenazadora que decía:

- ¡Aguarda, cobarde; no huirás de mi venganza!

El príncipe era impulsivo y valiente, y al oír tal amenaza tiró de su espada sin poder contenerse y se volvió para castigan al insolente. Y apenas lo hubo hecho quedó convertido en piedra negra, lo mismo que su caballo.

Grande fué el dolor de Parizada cuando supo por las cuentas del misterioso collar la desgracia de su hermano. Pero en su corazón había decidido lo que habría de hacer llegado el caso, y sobreponiéndose a su dolor montó a caballo, bien armada y vestida de hombre, y se puso en mancha, siguiendo el mismo camino de sus hermanos.

A los veinte días encontró al anciano derviche, al que hizo las mismas preguntas que sus hermanos. De las indicaciones que recibió dedujo que lo más difícil de la empresa era lograr dominarse al oír las voces, y su astucia de mujer le sugirió un ardid para librarse de ellas. Y fué el de taponarse con algodones los oídos, hecho lo cual arrojó la bola brillante, siguió tras ella hasta la falda del monte, dejó su caballo y empezó a subir la cuesta.

Centenares de voces salían de todas partes; unas con insultos groseros, otras con terribles amenazas, y la princesa las oía, a pesar de los algodones. Su ánimo estuvo a punto de desfallecer; empezó a temblar, pero el recuerdo de sus hermanos le infundió nuevo valor, y apretando el paso, entre un cerco de voces que a cada momento crecían y resonaban cada vez más terribles, llegó a la cumbre, donde vió una jaula con un pájaro de maravillosos colores. Inmediatamente se apoderó de la jaula, llena de gozo, y preguntó al pájaro:

-Dime, ave maravillosa, ¿dónde está el agua de oro?

El pájaro le indicó el camino, y la princesa llenó en el agua amarilla un pequeño frasco de plata. Luego le preguntó por el árbol que canta, y el pájaro respondió:

-Ahí en el medio del bosque lo hallarás. Corta una rama y plántala en tu jardín; pronto crecerá y será un árbol frondoso, con la misma virtud que el árbol padre.

Guiada por el mágico concierto no tardó la princesa en hallar el árbol sonoro, cuyas hojas, al ser movidas por la brisa, producían una dulce música. Cortó una pequeña rama sonora, y vuelta junto al pájaro preguntó otra vez:

-Mis hermanos están aquí encantados, convertidos en piedras negras. ¿Qué haré para salvarlos?

-Derrama una gota del agua maravillosa sobre cada piedra.

Así lo hizo Parizada, y con la jaula, la rama de árbol y el frasco de plata comenzó a bajar la ladera, derramando una gota de agua amarilla sobre cada piedra. Al instante el encantamiento se desvanecía, y en el lugar de cada piedra negra aparecía un caballero. De este modo volvieron a la vida los príncipes Baman y Perviz, los cuales abrazaron a su hermana con lágrimas de gozo.

Y en posesión de las tres maravillas regresaron a su palacio, escoltados por todos los caballeros salvados por el valor de la princesa, los cuales le rindieron pleitesía y la colmaron de bendiciones.

Llegados a su casa, Parizada puso la jaula en su jardín, y apenas el pájaro comenzó a cantar cuando los ruiseñores, las alondras, los pinzones y malvises, todos los pájaros del cielo, vinieron a su lado a aprender el maravilloso canto. La rama se plantó en un cuadro del mismo jardín; arraigó al instante, y en poco tiempo se hizo un árbol frondoso, cuyas hojas producían los más dulces sonidos. Y en medio del parque se levantó una taza de mármol blanco, donde Parizada derramó su frasco de agua de oro, elevándose al momento un surtidor de veinte pies de altura, que nunca se agotaba.

La nueva de tales portentos cundió pronto por todo el reino, y llegó hasta el mismo palacio del Sultán, el cual, al saber que los dueños de aquel jardín eran los hijos de su antiguo intendente, mostró deseos de conocerlos, y decidió ir en persona a admirar la casa maravillosa.

Cuando Parizada supo que su casa iba a ser visitada por el Sultán no cabía en sí de gozo y consultó al pájaro acerca de lo que debería servirle a la mesa.

-Lo que más le agrada -respondió el pájaro- es un plato de calabaza, con rellenos de perlas.

Suspensa quedó la princesa ante esta peregrina respuesta, y sin saber que pensar. Pero el pájaro insistió, diciendo:

-Cava de madrugada al pie del primer árbol del jardín. Allí encontrarás las perlas que necesitas.

Así lo hizo Panzada, encontrando un cofrecito de oro lleno de perlas, todas iguales y hermosísimas. En seguida dispuso un espléndido banquete para obsequiar al Sultán, mientras sus hermanos fueron a la corte para unirse a su séquito.

Llegados a la casa, el Sultán conversó largamente con Parizada y sus hermanos, quedando encantado del ingenio y discreción que en los tres se descubría. También hizo grandes elogios de la casa y el jardín, que compraró a su propio palacio. Cuando vió el surtidor de oro se detuvo maravillado:

-¿Dónde está el manantial de este surtidor dorado que no tiene igual en el mundo?

La princesa no contestó a esta pregunta, y le condujo ante el árbol que canta. Allí creció el asombro del Sultán:

- ¿Dónde están los músicos que producen este armonioso concierto? ¿Cómo es que no los veo? ¿Están bajo la tierra o invisibles en el aire?

Tampoco a esto contestó la princesa, y le condujo ante el pájaro que habla.

-Esclavo mío -dijo Parizada-, he aquí al Sultán. Salúdale como merece.

Dejó el pájaro de cantar, y respondió:

-Sea bien venido el Sultán de Persia, a quien Alá colme de venturas.

El Sultán no salía de su asombro ante tales portentos, y apenas se atrevía a dar crédito a sus ojos y a sus oídos. Sentáronse luego a la mesa, y cuando vió la calabaza rellena de perlas se quedó pasmado, mirando alternativamente a los príncipes y a la princesa, sin comprender la razón de tan extraño guiso.

-Señor -dijo entonces el pájaro-, ¿os maravilláis de ver un relleno de perlas y no os maravillasteis de que vuestra esposa diera a luz tres monstruos.

-Así me lo aseguraron -respondió el Sultán sorprendido.

-Sí, pero fué un engaño de las hermanas de la Sultana, envidiosas de su suerte. Vuestra esposa dio a la luz una hermosa hija y dos hijos, que fueron arrojados al agua por sus hermanas y recogidos y educados por el intendente de vuestros jardines. Y vuestros hijos son esta bella princesa y esos dos príncipes que tenéis a vuestro lado.

Al oír estas palabras el Sultán y sus hijos se abrazaron derramando lágrimas de alegría y su corazón estallaba de felicidad.

Al día siguiente el Sultán hizo prender a las dos envidiosas hermanas, las cuales confesaron su crimen; pidió públicamente perdón a su esposa, y la inocente Sultana fué sacada de su cárcel de madera y vuelta, con sus hijos, a sus honores y a la felicidad de su palacio. El pueblo, al saber tan fausto acontecimiento, se agolpaba por las calles aclamando a sus jóvenes príncipes.

Así vivieron felices largos años. Y en sus jardines siguió cantando el pájaro maravilloso, atrayendo a los ruiseñores y las alondras, los malvises y pinzones, que de toda la Persia venían a aprender su canto.

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