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jueves, 30 de mayo de 2013

Niño de Sol y Niña de Luna. George Macdonald

Niño de Sol y Niña de Luna. George Macdonald

NOTA: PARA ESTE CUENTO LAS SITUACIONES DEBERÁN SER MÁS GENERALES, ES DECIR, MÁS GRANDES; DE MANERA QUE POR TODO EL CUENTO DEBERÁN IDENTIFICAR UNAS 15 ó 20. y POR LO TANTO HARÁN 15 ó 20 ORACIONES-RESUMEN.



WATHO

ERASE que se era una bruja que quería saberlo todo. Pero cuanto más sabe una bruja, más cabezazos puede pegarse contra la pared, si acaso llega a toparse con alguna. Se llamaba Watho y tenía un lobo dentro. Las cosas no le importaban en sí mismas, lo que le Importaba era enterarse de ellas, y se acabó. No es que fuera cruel por naturaleza, pero el lobo la había vuelto cruel. Era alta, elegante y enérgica. Tenía el cabello rojo, la piel muy blanca y unos ojos negros con destellos de fuego. Solía caminar erguida, pero de vez en cuando se encorvaba, presa de temblores, y tenía que sentarse un rato con la cabeza vencida sobre el hombro, como si el lobo se le hubiera salido y le anduviera por la espalda.

AURORA

Un día vinieron dos señoras a visitar a Watho. Una de ellas era dama de la corte y su marido, encargado de una difícil embajada, estaba de viaje en lejanas tierras. La otra, una joven viuda, acababa de quedarse ciega a raíz de la muerte de su marido. Watho las aposentó en alas opuestas de su castillo, de tal manera que ninguna de las dos llegó a conocer la existencia de la otra.
El castillo estaba situado en la ladera de una montaña que se deslizaba en suave pendiente hasta una vaguada estrecha, por donde fluía un río de cauce pedregoso e incesante murmullo. El jardín del castillo bajaba hasta la orilla de acá del río, tapiado por altas murallas que lo cruzaban y que morían en la otra ribera. Cada muralla estaba rematada por una doble fila de almenas, entre las cuales discurría un angosto pasillo.
Aurora, la primera de las dos damas, ocupaba en lo más alto del castillo un espacioso aposento de varias habitaciones muy hermosas y orientadas a poniente. Las ventanas sobresalían a modo de miradores dominando el jardín y abarcaban un panorama espléndido que se extendía más allá del río. El otro lado del valle, escarpado aunque no demasiado alto, dejaba ver a lo lejos algunas cumbres nevadas. Aurora abandonaba muy pocas veces sus habitaciones, pero su ambiente diáfano, el hermoso paisaje, la belleza del cielo y la luz del sol, unidos a la compañía de Watho, encantadora con ella, y que la rodeaba de libros, instrumentos musicales, cuadros y otras curiosidades, ahuyentaban cualquier posibilidad de aburrimiento. Comía ciervo y perdices, bebía leche y otras veces un vino burbujeante, suave y transparente.
Su cabello era rubio como el oro, ondulado y rematado por bucles; tenía la piel clara, aunque no tan blanca como la de Watho, y los ojos de un azul parecido al del cielo cuando está más azul, facciones delicadas pero enérgicas y una boca muy grande, bien perfilada y de sonrisa hechicera.

VÍSPERA

A espaldas del castillo surgía la colina de forma tan abrupta que el torreón del noroeste tocaba la roca y se comunicaba con el interior de ella. Porque en la roca había excavada una serie de habitaciones, cuya existencia solamente conocía Watho y la única criada en quien ella confiaba, llamada Falca. Los antiguos propietarios habían construido estos aposentos siguiendo probablemente el modelo de las tumbas preparadas para los reyes de Egipto, porque en el centro de una de ellas se veía algo parecido a un sarcófago. Las otras estaban tapiadas. Las paredes y el techo de aquella habitación estaban esculpidos con bajorrelieves y decorados por extrañas pinturas. Allí es donde la bruja alojó a la señora ciega, que se llamaba Víspera. Tenía los ojos muy negros con largas pestañas muy negras también, la piel parecía de plata sucia, pero de suave textura y colorido; el cabello, negro y sedoso, le caía liso por la espalda. Tenía unos rasgos de dibujo delicado que un gesto de melancolía hacía aún más adorables, aunque pudiera parecer que les restaba belleza. Daba la impresión de que lo único que anhelaba era tumbarse y no volverse a levantar nunca. No sabía que estaba viviendo en una tumba, aunque de vez en cuando se preguntaba por qué no habría ventanas allí. Había varios sofás tapizados de ricas sedas, tan suaves como sus propias mejillas, para que pudiera descansar a su antojo, y las mismas alfombras eran tan mullidas que hubiera podido yacer en cualquier sitio; después de todo, se trataba de una tumba. El ambiente era cálido y seco, porque una ingeniosa ventilación a base de orificios lo mantenía siempre fresco. Sólo faltaba la luz del sol. A esta señora la bruja la alimentaba con leche y un vino negro como el carbunclo, toronjas, uvas negras y pájaros de los que viven en los pantanos. Tocaba para ella lúgubres melodías, y encargaba a lastimeros violinistas que acompañaran su encierro, le contaba cuentos tristes, y, en una palabra, había creado en torno suyo una atmósfera de pegajosa melancolía.

FOTOGÉN

De acuerdo con los deseos de Watho, porque las brujas siempre consiguen lo que desean, la bella Aurora dio a luz un hermoso niño. Abrió los ojos coincidiendo exactamente con la salida del sol. Watho lo trasladó inmediatamente a un lugar distante del castillo, y le dijo a la madre que solamente una vez se le había oído llorar y que en seguida murió. Agobiada por el dolor, Aurora abandonó el castillo lo más pronto que pudo, y Watho no volvió a invitarla nunca.
A partir de entonces, la mayor preocupación de la bruja fue la de que el niño no conociera la oscuridad. Se esforzó tenazmente en educarlo para que aprendiera a no tener nunca sueño durante el día ya no despertarse jamás por la noche. Nunca le dejaba ver nada de color negro, y apartaba de su camino todos los tonos oscuros.
Procuraba, dentro de lo posible, que ninguna sombra se cerniera sobre él, es decir, vigilaba las sombras como si se tratara de seres vivos capaces de hacerle daño. Se pasaba el día bronceándose bajo la luz esplendorosa del sol, en los mismos amplios aposentos que su madre había ocupado. Watho lo aficionó al sol, hasta que llegó a recibir y soportar más rayos solares sobre su piel que el africano de tez más negra. En las horas de más calor del día, lo desnudaba y lo dejaba al sol, para que madurara como un melocotón, y al chico le gustaba tanto que oponía resistencia cuando volvían a vestirlo. Empleó a fondo toda su sabiduría para que sus músculos se hicieran resistentes y flexibles, dispuestos para responder prontamente a cualquier estímulo, de tal manera que el alma -decía Watho risueña- pudiera aposentarse en ellos, habitar todas sus fibras, estar en toda partes, lista para despertar en cuanto la llamaran. Su cabello era de oro rojo, pero sus ojos se fueron oscureciendo a medida que crecía, hasta que llegaron a volverse tan negros como los de Víspera. Era la criatura más alegre del mundo, siempre riéndose, siempre entusiasmándose, y cuando alguna vez se enfadaba, borraba inmediatamente el enfado una nueva risa. Watho lo bautizó con el nombre de Fotogén.

NYCTERIS

Cinco o seis meses después de que naciera Fotogén, la oscura viuda también dio a luz un bebé. En la cueva sin ventanas de una madre ciega, en el seno de la noche oscura, bajo los débiles rayos de un globo de alabastro, una niña irrumpió en la oscuridad precedida por un lamento, y justamente cuando ella nacía por primera vez, Víspera emprendía su segundo nacimiento, e ingresaba en un mundo tan desconocido para ella como éste lo era para su hija, la cual tendría que nacer por segunda vez para poder conocer a su madre.
Watho la llamó Nycteris, y a medida que iba creciendo, se parecía a su madre cada vez más, menos en una cosa. Tenía la misma piel oscura, las mismas cejas y pestañas negrísimas, el mismo pelo, la misma expresión dulcemente triste; pero sus ojos eran como los de Aurora, la madre de Fotogén, y si se le oscurecieron al crecer, fue sólo para adquirir un azul más intenso. Watho, con la ayuda de Falca, se ocupó de ella con el mayor cuidado posible, un cuidado que coincidía con el desarrollo de sus planes, o sea que lo principal era que aquella niña nunca pudiera ver más luz que la de la lámpara. Como consecuencia, su nervio óptico, al igual que todo el mecanismo de su aparato visual, se aguzó para abarcar más y hacerse más sensitivo. Sus ojos, en efecto, sólo dejaron de crecer para no volverse demasiado enormes. Enmarcados por su cabello oscuro, su frente y sus cejas, parecían dos brechas en un cielo nocturno y anubarrado, a través del cual se colaba la luz de un paraíso donde no viven las nubes sino las estrellas. Era una criatura pequeña, delicada y triste. Nadie en el mundo, a excepción de Watho y Falca, conocía la existencia de aquella cría de murciélago. Watho la educó para que durmiera durante el día y se mantuviera despierta toda la noche. La adiestró en el arte de la música, en el cual ella misma descollaba, y pocas cosas más le enseñó.

CÓMO FUE CRECIENDO FOTOGÉN

La hondonada sobre la cual se asentaba el castillo de Watho más parecía una brecha en la llanura que un valle entre colinas, porque trepando por los bordes de aquella grieta, tanto al norte como al sur, se encontraba uno con una meseta plana y extensa. Estaba cubierta de hierba y de flores, con algún bosque creciendo acá o allá, preciosos enclaves de una gran foresta. Aquellas planicies verdes eran las mejores reservas de caza del mundo. Grandes manadas de un ganado pequeño pero feroz, con joroba y tupida melena, deambulaban por aquellos prados, así como antílopes, ñus y gráciles corzos. Por la espesura del bosque, en cambio, pululaban fieras más salvajes. La mesa del castillo se veía generosamente abastecida de su carne. Cuando Fotogén empezó a tener edad para ello, Watho encargó a su jefe de cazadores que se ocupara de adiestrarlo. Fargu, que así se llamaba, era un chico estupendo y puso sus cinco sentidos en aquella tarea. Le fue haciendo montar a Fotogén un potrillo tras otro, cada vez más grandes a medida que él también crecía, y cada uno de ellos más difícil de manejar que el anterior, hasta que pasó del potro al caballo y le fue cambiando luego cada caballo por otro distinto hasta que al final Fotogén era capaz de montar en cualquier solípedo de los que se criaban en la comarca. Con la misma pericia le enseñó a manejar el arco, sustituyéndole cada tres meses el anterior por otro más pesado y con flechas más largas, de manera que no tardó en convertirse en un arquero tan consumado (incluso disparando a caballo) como excelente jinete. No tenía más que catorce años cuando mató su primer toro, proeza que fue muy celebrada entre los cazadores y por todo el castillo, pues en todas partes se le idolatraba. Todos los días, apenas despuntaba el sol, salía a' cazar y solía pasarse la jornada entera al aire libre. Watho solamente había puesto una condición al magisterio de Fargu, y era la de que Fotogén bajo ningún concepto ni pretexto debía prolongar su excursión hasta la hora de la puesta de sol ni tan cerca de ella como para que se despertara en su alma la curiosidad por ver lo que pasaba luego. y Fargu se cuidó escrupulosamente de no desobedecer aquel encargo, porque él, que no se hubiera asustado ni de una manada de toros corriendo velozmente a su encuentro por la llanura, aunque le pillaran sin una sola flecha en el carcaj, tenía en cambio un miedo horrible de su señora. Cuando le miraba de una manera especial, era como sentir -decía- que el corazón se le hacía añicos dentro del pecho, como si la sangre le dejara de correr por las venas y diera paso a una especie de agua lechosa. Por eso, según iban pasando los años y Fotogén se hacía mayor, crecía también la preocupación de Fargu, porque le resultaba cada día más dificil restringir los impulsos de su pupilo. Estaba tan rebosante de vida, como le decía Fargu a su ama, para su satisfacción, que se parecía más a un trueno que a un ser humano. No conocía el miedo, y no precisamente porque no conociera el peligro, pues ya en cierta ocasión un jabalí, con su colmillo afilado cual navaja, le había causado una grave herida, a pesar de lo cual Fotogén logró quebrar el espinazo de la bestia asestándole una rápida cuchillada antes de que Fargu acudiera en su ayuda. Cuando azuzaba a su caballo para que se metiera en medio de una manada de toros, sin llevar consigo más que su arco y un puñal, y disparaba su flecha y perseguía galopando a la presa herida hasta rematarla a lanzazos sin que el animal pudiera revolverse, Fargu pensaba horrorizado lo que sería cuando Fotogén sintiera la tentación de enfrentarse con los moteados leopardos o los linces de afilada zarpa que pululaban por los bosques. Porque el muchacho, tan saturado como estaba de luz de sol, tan embebido de este influjo desde su primera infancia, consideraba cualquier posibilidad de peligro como desde las cimas de un olimpo. Así que, cuando estaba a punto de cumplir los dieciséis años, Fargu se atrevió a pedirle a Watho que le relevara de su tutela y le descargara de toda responsabilidad acerca del joven. Porque sería como pedirle -le dijo a Watho- que sujetara a un león por la melena. Watho llamó a Fotogén y, en presencia de Fargu, le hizo jurar que jamás regresaría al castillo después de que el filo del sol tocara la línea del horizonte, y acompañó su prohibición con una ristra de amenazadoras consecuencias no menos horribles que oscuras. Fotogén lo escuchó todo respetuosamente, pero como ni conocía el sabor del miedo ni la tentación de la noche, aquellas palabras no pasaron de ser para él sonidos de viento.

CÓMO FUE CRECIENDO NYCTERIS

La precaria educación que le pareció suficiente para Nycteris, la propia Watho se la suministró de palabra. Considerando que no iba a tener en la cueva luz adecuada para leer, aparte de otras consideraciones inconfesadas, jamás llegó a poner un libro en sus manos. Pero Nycteris comprendió mejor de lo que Watho podía imaginarse que la luz que había era más que suficiente, y consiguió engatusar a Falca para que le enseñara las letras del abecedario, y luego aprendió a leer ella sola. De vez en cuando Falca le traía algún libro para niños. Pero sus mayores delicias las hacía su instrumento musical. Sus dedos se le iban solos a las cuerdas y vagaban por ellas como si pastorearan un rebaño. No se sentía desgraciada. No conocía nada del mundo a excepción de aquella cueva en que moraba, pero le sacaba gusto a todo lo que hacía. A pesar de todo sentía a veces el deseo de algo diferente. No podría decir de qué se trataba, y lo más aproximadamente que lograba expresarlo era como que necesitaría más sitio. Watho y Falca desaparecían más allá de la luz de su lámpara y luego volvían a venir, o sea que seguramente en otra parte había más sitio. Tan pronto como la dejaban sola se ponía a examinar los bajorrelieves coloreados que adornaban la pared. Se suponía que representaban alegóricamente diferentes poderes de la Naturaleza, y como no es posible representar nada sin que responda a un esquema general, Nycteris no podía por menos de imaginar un atisbo de relación entre alguna de aquellas imágenes, y así una sombra de realidad de las cosas iba abriéndose poco a poco camino hacia ella.
Pero había una cosa que la conmovió y enseñó mucho más que cualquier otra; me refiero a la lámpara que colgaba del techo y que ella siempre había visto encendida, aunque no se percibiera la llama, sino solamente la leve concentración de luz en el centro del globo de alabastro, y junto al efecto que la luz misma transmitía gratamente, la indefinible naturaleza del globo y la suavidad de su resplandor producían en Nycteris un sentimiento extraño, algo así como si sus ojos pudieran viajar a través de aquella blancura yeso estuviera asociado con la idea de más espacio y cabida. Se pasaba las horas muertas con los ojos alzados a la lámpara, y su corazón se ensanchaba cuanto más la iba mirando. Cuando se encontraba el rostro bañado por las lágrimas, se preguntaba qué habría podido herirla, y se preguntaba también cómo puede uno sentirse herido sin saber por qué. Nunca miraba de aquel modo a la lámpara más que cuando estaba sola.

LA LÁMPARA

Cuando Watho mandaba una cosa, daba por supuesto que sus órdenes eran obedecidas inmediatamente, así que no puso nunca en duda que Falca se pasaba con Nycteris la noche entera, que era el día. Pero Falca no se había acabado de acostumbrar del todo a dormir de día, y a veces dejaba a la niña sola y se iba antes de tiempo. Entonces le parecía a Nycteris que la lámpara blanca estaba vigilándola desde arriba. Como nunca la habían dejado salir mientras estaba despierta y sólo se evadía al cerrar los ojos, sabía todavía menos acerca de la oscuridad que de la misma luz. Además, teniendo en cuenta que la lámpara estaba fija en lo más alto y dominándolo todo desde su centro, tampoco tenía idea de lo que significaban las sombras. Las pocas que había yacían en el suelo o se escondían como ratones en el rodapié de las paredes.
Una vez, cuando estaba sola le llegó un ruido atronador desde lejos. Nunca había oído antes ningún sonido cuyo origen desconociera, y esto fue para ella un nuevo indicio de que existía algo más allá de aquel recinto. Se produjo luego un estremecimiento y a continuación una fuerte sacudida. La lámpara se cayó al suelo con enorme estruendo y sintió como si le hubieran golpeado cruelmente en los ojos y en las manos con que se los tapaba. Sacó la consecuencia de que era la misma oscuridad la que había causado el estruendo y la sacudida, la que había invadido la habitación y había derribado la lámpara. Se sentó temblando; el ruido y la sacudida habían cesado, pero la luz no volvía. ¡Se la había comido la oscuridad!
Desaparecida la lámpara, se despertó en Nycteris por vez primera el deseo de huir de su prisión, de salir. A duras penas intuía lo que significaba «salir». Salir de una habitación para entrar en otra, cuando no había una puerta de comunicación, solamente un arco, ¿cómo podía ser? No lo entendía, pero de pronto se acordó de haberle oído decir a Falca una vez que la luz «se iba». ¿Qué había querido decir? ¿Si la luz se iba, dónde se iba? Seguramente al mismo sitio donde se iba Falca, así que también como ella volvería a venir. Pero no estaba dispuesta a esperar. El deseo de salir se le hizo irresistible. Tenía que seguir a su maravillosa lámpara: ¡tenía que encontrarla!, ¡tenía que enterarse de lo que había pasado!
Había en la estancia una cortina que cubría un hueco en la pared. Allí se guardaban los juguetes de Nycteris y algunos aparatos para hacer gimnasia. Por detrás de aquella cortina aparecían siempre Watho y Falca, y por detrás de ella se volvían a esfumar. No tenía ni idea de cómo salían por aquella sólida pared; de la pared para acá todo era espacio abierto, pero más allá daba la impresión de seguir siendo todo tapia, y, sin embargo, estaba claro que lo primero y lo único que podía hacer era buscar detrás de aquella cortina. Estaba tan oscuro que ni un gato hubiera podido cazar a un ratón por grande que fuera. Nycteris podía ver mejor que ningún gato, pero en aquel momento sus inmensos ojos no le servían de nada. Según avanzaba, pisó un trozo de lámpara rota. Nunca había usado zapatos ni calcetines, y, aunque el pedazo de suave alabastro no llegó a hacerle corte, le lastimó el pie. No sabía lo que era, pero sospechó que tenía algo que ver con la lámpara, porque antes de irse la luz no estaba allí aquel objeto. Así que se arrodilló y se puso a palpar y a buscar por el suelo, hasta que, juntando dos pedazos, reconoció la forma de la lámpara. Tuvo entonces como una intuición de que la lámpara se había muerto, que aquella rotura equivalía a la muerte mencionada a veces en los libros que leía, sin entender qué quería decir, o sea que la oscuridad había matado a la lámpara.
Entonces, ¿qué quería decir Falca con que la luz «se iba»? ¡Allí estaba la lámpara, muerta y bien muerta, y tan cambiada que nunca la hubiera logrado reconocer como tal, a no ser por su forma! No, ya no era lámpara, ahora estaba muerta, porque todo lo que la hacía ser lámpara, es decir, su brillante resplandor, se había ido. Por lo tanto, era el resplandor lo que salió, era la luz lo que se había ido fuera. Eso debía de ser lo que Falca quiso decir, y la luz estaría ahora en otro sitio, del lado de allá de la pared. Volvió a su búsqueda y dirigió sus pasos hacia la cortina. Era la primera vez en su vida que hacía algún intento para salir de allí, así que no sabía por dónde empezar. Pero instintivamente se puso a palpar una de las paredes que quedaba cubierta por la cortina, como esperando poder atravesarla, igual que imaginaba que lo hacían Falca y Watho. Pero la pared la rechazó con su inexorable solidez, así que se volvió hacia la contigua. Al hacerlo sus pies tropezaron con una cuña de marfil, y, aunque sintió un dolor agudo en el mismo punto en que ya había sido herida por el trozo de alabastro, continuó andando hacia la pared con las manos extendidas. Algo cedió al tocarla y Nycteris se vio despedida fuera de la cueva.

FUERA

Y, sin embargo, aquel «fuera» -¡vaya por Dios!- era bastante parecido al «dentro», porque el mismo enemigo, la oscuridad, reinaba allí. Pero en seguida tuvo una gran alegría ante la visión de una luciérnaga que se había colado desde el jardín. Percibió el leve chisporroteo a lo lejos. Avanzaba la luciérnaga abriéndose camino por el aire, con sus ligeros e intermitentes latidos de luz, dibujándose cada vez más cerca, con un movimiento que más parecía natación que vuelo. Diríase que la fuente de aquel mecanismo era la misma luz.
-¡Mi lámpara, mi lámpara! -gritó Nycteris-. Es el resplandor de mi lámpara, que arrebató la cruel oscuridad. ¡Mi querida lámpara ha estado esperándome aquí todo el tiempo! ¡Sabía que yo la seguiría y me ha esperado para llevarme con ella!
Siguió a la luciérnaga, que, al igual que ella, estaba buscando un camino de salida. Aunque no conociera el camino, ella misma no dejaba de ser luz, y como la luz es toda una, cualquiera puede servir de guía para encontrar más luz. Aunque Nycteris se había equivocado al identificar a la luciérnaga con la lámpara, su alma era la misma, y además tenía alas. Aquella nave aérea de oro y verde, guiada por la luz, avanzaba a latidos delante de Nycteris, a lo largo de un angosto y prolongado pasadizo. De repente empezó a elevarse y la niña tropezó con los peldaños de una escalera. Nunca había visto una escalera y al subirla se sintió invadida por una extraña emoción. Justo cuando estaba llegando a lo que parecía el final, la luciérnaga dejó de brillar y desapareció. Nycteris volvió a verse sumida en la más rigurosa oscuridad. Pero cuando vamos siguiendo una luz, incluso el que se apague puede servirnos de pista. Si la luciérnaga hubiera seguido brillando, ella hubiera visto un recodo de la escalera que llevaba directamente al dormitorio de Watho. En cambio, así, siguiendo en línea recta, se topó con una puerta cerrada que, tras un buen rato de forcejeo, consiguió abrir. Se quedó paralizada, perdida en un laberinto de perplejas conjeturas, fascinación y delicia. ¿Qué era aquello? ¿Estaba fuera de ella misma o era algo que se desarrollaba dentro de su cabeza? Ante sus ojos se abría un pasillo muy largo y estrecho, pero roto de una forma que no era capaz de describir. Por arriba y por todos lados conectaba con una infinita altura y anchura y distancia, como si el espacio mismo proliferara a través de un agujero. Estaba más iluminado que todas sus habitaciones juntas, mucho más que si lo alumbraran seis lámparas de alabastro. Había por doquier una enormidad de puntitos y de marcas raras y abigarradas, totalmente distintas de los dibujos de su cuarto. Estaba sumida en un sueño de placentero asombro, de delicioso trastorno. No era capaz de decir si se mantenía sobre sus pies o iba volando como la luciérnaga, guiada por los latidos de un bendito hechizo interior. Pero era tan ignorante como cabía esperar de su educación. Inconscientemente dio un paso adelante, franqueó un umbral, y aquella niña que desde que nació había vivido como una troglodita se encontró empapada por el embrujo y la gloria de una noche sureña, alumbrada por una luna impecable. No la luna que se ve en los países del norte, lejana, un simple disco plano en la superficie de lo azul, sino como plata pura fundiéndose incandescente en un horno, una luna que podía mirarse como un globo suspendido a media altura en el cielo y que parecía ser capaz de ofrecernos su otra cara sólo con que torciéramos el cuello.
-¡Es mi lámpara! -dijo Nycteris, inmóvil y pasmada, mientras la miraba con la boca abierta, y le parecía que llevaba toda la vida allí de pie, entregada a aquel "éxtasis silencioso.
-No, no es mi lámpara -concluyó después de un rato--. Es la madre de todas las lámparas.
Y al decir esto, cayó de rodillas y levantó sus brazos hacia la luna. Hubiera sido totalmente incapaz de decir lo que pasaba por su cabeza, pero aquel acto impulsivo en realidad era como una oración a la luna, una súplica para que siguiera siendo siempre lo que era: aquel increíble pero definido esplendor que alumbraba colgado de un techo distante, aquella pura gloria fundamental para la existencia de las pobres niñas nacidas y crecidas en una oscura cueva. Era como una resurrección para ella, pero no, era nacer, el nacimiento mismo.
Sabía mucho menos que vosotros o yo sobre lo que pudiera ser aquella ancha bóveda azul tachonada de tenues motitas como cabezas de clavos diamantinos, o sobre la luna tan henchida y satisfecha, al parecer, de su propia luz. Pero hasta el más importante de los astrónomos envidiaría el arrebato de aquella primera impresión a los dieciséis años. Una impresión terriblemente defectuosa, pero falsa no, porque Nycteris estaba mirando con los ojos, que se hicieron para mirar, ya través de ellos veía realmente lo que muchos hombres, por demasiado sabios, son incapaces de ver.
Al arrodillarse, había notado que algo aleteaba contra ella, la abrazaba, la azotaba suavemente, la acariciaba. Se puso en pie, pero no vio a nadie. No sabía lo que era. Parecía el aliento de una mujer. Como no conocía el aire, nunca había respirado la sosegada y recién nacida frescura del mundo. Aquel aliento sólo había llegado a ella a través de interminables pasadizos y espirales en la roca, y no podía imaginar un aire vivo en movimiento, aquella bendita sensación, bendita; bendita fuera: la brisa de una noche de verano. Era como un vino para el alma, que embriagaba todo su ser, como una borrachera de la más pura alegría. Respirar era acceder a una existencia plena. Le parecía que era la luz misma lo que se abría paso por sus pulmones. Arrebatada por el poder de la noche magnífica, se sentía al mismo tiempo anulada y glorificada bajo sus efectos.
Se encontraba en el pasadizo descubierto que, a modo de galería, remataba circularmente las tapias del jardín, entre las almenas, pero Nycteris no miró ni una vez para abajo para enterarse de lo que había allí. Su alma se sentía arrastrada hacia lo alto, hacia las estancias inacabables de aquella bóveda que se extendía sobre su cabeza, hacia la luz de su lámpara. Por fin, estalló en llanto, y notó el corazón aliviado, lo mismo que la noche siente alivio tras los relámpagos y la lluvia.
Y empezó a cavilar. ¡Tenía que almacenar todo aquel esplendor! ¡En qué pobre tonta la habían convertido sus carceleros! La vida era un festín maravilloso y a ella no le habían echado más que huesos y mondaduras. No se tenían que enterar de que ella se había enterado. Había que ocultar aquel descubrimiento, ocultarlo incluso ante sus propios ojos, mantenerlo encerrado en lo más hondo, bastándole con saber que lo había tenido; incluso cuando no pudiera ni rumiarlo en presencia de otros, sus ojos se alimentarían gloriosamente de tal privilegio.
Dio, pues, espaldas a aquella visión con un suspiro de total beatitud, y con pasos ligeros y silenciosos, y las manos extendidas hacia delante, volvió a ingresar en la oscuridad de la roca. ¿Qué podía ya significar la oscuridad ni el perezoso paso del tiempo para alguien que ha visto lo que ella había visto aquella noche? Se sentía elevada por encima de todo tedio, de todo mal.
Cuando Falca entró en la estancia, lanzó un grito de horror . Pero Nycteris le dijo que no se asustara, y le contó que se habían producido unos temblores y sacudidas, y que la lámpara se había caído al suelo. Falca corrió a notificárselo a su señora, y una hora más tarde otro globo de alabastro había venido a sustituir al antiguo. A Nycteris le pareció que no daba una luz tan clara y brillante como el primero, pero no se quejó del cambio. Era demasiado rica para parar mientes en tal insignificancia. Porque precisamente ahora cuando había entendido que vivía encarcelada, es cuando su corazón estallaba de plenitud y alegría. A veces tenía que hacer esfuerzos para no ponerse a saltar, a cantar ya bailar por la habitación. y al dormirse, en vez de sueños opacos, tenía espléndidas visiones. Es verdad que también a veces se sentía inquieta, invadida por la impaciencia de recontar sus tesoros, pero se apaciguaba a sí misma razonando de esta manera: «¿y qué te importa seguir metida aquí durante años bajo esa lámpara mortecina, si sabes que fuera la gran lámpara está ardiendo y que miles de lamparitas brillan en torno suyo adorándola?».
Nunca puso en duda que lo que había visto fuera de la cueva era el día y el sol, de cuya existencia estaba enterada por los libros. Ya partir de entonces, cuando leía «día» y «sol», los hacía coincidir con la noche y la luna que tenía en el recuerdo. y cuando leía «noche» y «luna», lo único que se le venía a la imaginación era la cueva donde vivía y la lámpara que colgaba del techo.

LA GRAN LÁMPARA
Pasó bastante tiempo hasta que encontró ocasión para volver a salir porque Falca, desde que la lámpara se cayó, había intensificado un poco su vigilancia, y casi nunca la dejaba sola mucho tiempo. Pero una noche en que se sentía aquejada por una ligera jaqueca, Nycteris se tumbó en la cama, y estaba echada con los ojos cerrados cuando oyó que Falca se acercaba y se inclinaba sobre ella. Como no tenía ganas de hablar, siguió inmóvil, sin abrir los ojos. Falca, encantada de que estuviera dormida, se retiró tan furtivamente que el mismo sigilo de sus pasos puso sobre aviso a Nycteris. Abrió los ojos justo a tiempo para verla desaparecer por detrás de un cuadro (o tal parecía) colgado en la pared, lejos del sitio por donde solía entrar habitualmente. Se enderezó, olvidada de su jaqueca, y corrió en dirección opuesta, salió, alcanzó las escaleras, las subió y llegó al pasadizo entre las almenas. Pero, ay, ¿qué pasaba? La espaciosa estancia de afuera no estaba ni siquiera tan iluminada como la cueva que Nycteris acababa de dejar. Pero ¿por qué? ¡Qué desgracia! La lámpara se había marchado. ¿Es que se habría caído el globo y a la encantadora luz que encerraba le habrían salido alas, y se habría convertido en resplandeciente luciérnaga, navegando ella misma en busca de una habitación aún más grande y acogedora? Nycteris miró hacia abajo para ver si divisaba los añicos del globo esparcidos por alguna alfombra; pero es que ni siquiera vio la alfombra. De todas maneras, seguro que nada muy grave había podido pasar. No se habían percibido estremecimientos ni sacudidas y además las lamparitas minúsculas seguían allí, despidiendo incluso más brillo que la otra vez, ninguna de ellas daba muestras de haber sufrido un accidente desacostumbrado. ¿No sería que cada lucecita de aquéllas estaba haciéndose grande para convertirse en lámpara, y que luego, tras vivir algún tiempo como lámpara, cada una iba a crecer más todavía, romper y marcharse fuera, más allá de este «fuera»?
¡Ah! Aquí estaba de nuevo aquella cosa viva que no se lograba ver, venía otra vez al encuentro de Nycteris, la cubría de besos amantes, de húmedas caricias en la mejilla y la frente, revolvía dulcemente sus cabellos, jugaba con ellos. Pero de pronto cesó, y todo volvió a la quietud y al silencio. ¿Se había ido también? ¿y ahora qué iría a pasar? Tal vez las lamparitas no se fueran a convertir en lámparas, sino a caer antes al suelo una por una para salir volando luego.
De abajo venía un suave perfume. ¡Qué delicia! Tal vez aquellos olores ascendían en su viaje de persecución a la Gran Lámpara, y entonces escuchó también la música del río que la primera vez no había apreciado, absorta como estaba en la contemplación de la bóveda celeste. ¿Qué era? ¡Vaya! Otra cosa viva y tierna que se abría camino para salir. Todas iban desfilando en amable procesión, una detrás de otra, y se despedían de Nycteris al pasar a su lado. Sí, eso debía de ser. A cada momento aumentaban los dulces sones persiguiéndose y desvaneciéndose luego. Los componentes en masa del «fuera» salían fuera a su vez, y todos en seguimiento de la Gran Lámpara. A ella, Nycteris, la dejaban atrás, única habitante del día solitario. ¿No había nadie para colgar una lámpara nueva donde estaba la de antes, y detener así a las criaturas en su decisión de irse?
Volvió a ingresar en su roca con el corazón entristecido. Trataba de consolarse a sí misma diciéndose que, de todas maneras, allí fuera, por lo menos, había sitio. Pero se estremecía pensando que se pudiera tratar de un sitio VACÍO.
La siguiente vez que se aventuró a salir de la cueva, media luna estaba tendida a levante. Pensó que había nacido una lámpara y que, a partir de ahora, las cosas irían bien. Sería el cuento de nunca acabar describir las distintas fases por las que atravesaron los sentimientos de Nycteris, mucho más pro- fusas y delicadas que las de un millar de lunas variables. Una refrescante sensación de bienaventuranza despuntaba en su alma a cada cambiante aspecto de la infinita naturaleza.
Poco a poco empezó a sospechar que la luna de ahora y la de antes eran la misma, que iba y venía, igual que ella misma al entrar y salir. También (y en eso no era como ella) que se desgastaba y luego le volvía acrecer la parte gastada. Pero en fin, que se trataba de un ser viviente, víctima de la soledad, como ella misma, e igualmente condenado a cavernas y carceleros, deseando escaparse y emitir luz en cuanto le dejaban. ¿Era aquélla de fuera una prisión como la suya; con todo cerrado y a oscuras cuando la lámpara se iba? ¿y dónde estaría, en ese caso, el camino de salida?
Llevada por esta curiosidad, empezó a mirar hacia abajo y a los lados como antes lo hizo hacia arriba, y lo primero que descubrió fueron las copas de los árboles que se interponían entre ella y el suelo. Había palmeras con sus manos de dedos rojos cargadas de fruta, eucaliptos con pequeños estuches de borlas blanquecinas, adelfas con sus rosas híbridas y naranjos con nubes de recientes estrellas plateadas y añejas bolas de oro. Sus ojos lograban escudriñar tonalidades invisibles para los nuestros bajo la luna llena, y poco a poco fue distinguiendo las cosas, aunque al principio le parecían dibujos y colores impresos en la alfombra de la gran habitación. Sintió el deseo de bajar a mezclarse con ellas, ahora que se daba cuenta de que eran criaturas reales, pero es que no sabía cómo hacerlo. Paseaba todo a lo largo del alto pasadizo hasta el punto en que éste atravesaba el río, pero no hallaba ningún medio que le permitiera bajar .
Encima del río se paró a contemplar sobrecogida el agua tumultuosa. Del agua sólo conocía la que le daban a beber o aquella en que se bañaba Pero ahora, al mirar a sus pies aquella corriente salvaje, bajo la brillante luna que surgía en la oscuridad, y al escuchar la canción vehemente que coreaba su fluir, no le cabía la menor duda de que el río estaba vivo, una serpiente de vida bravía y torrencial. ¿y se iba? ¿Se de sangraba también? y le dio por cavilar y por preguntarse si el agua que le traían a su cuarto no la habrían matado, agua muerta para que ella pudiera beber y bañarse.
Una vez, cuando salió al pasadizo, se encontró en medio de un fiero vendaval. Todos los árboles rugían. Grandes nubarrones se perseguían velozmente por el cielo y se revolcaban entre las lamparitas. La lámpara grande todavía no había venido, y todo estaba patas arriba. El aire le agarraba el pelo y el vestido y le tiraba de ellos como si quisiera arrancárselos. ¿Qué le habría pasado a tan dulce criatura para enfadarse así? ¿O sería otra distinta, de la misma raza, pero mucho mayor y de humor y conducta dispares? Pero además la irritación campeaba por todo el lugar , sus habitantes se habían enzarzado en una gran pelea, los árboles, el viento, las nubes, el río, cada cual reñía con el otro y estaba enfadado con todos los demás. ¿Iban a triunfar la confusión y el desorden?
Pero cuando Nycteris se estaba haciendo estas preguntas, mientras miraba inquieta en torno suyo, la luna asomó y empezó a elevarse sobre el horizonte, roja, enorme, de un tamaño nunca visto. Parecía congestionada, como si también ella estuviera hinchada de ira y protestara del tumulto que la había despertado de su sueño y obligado a sacar la cabeza para ver qué les pasaba a sus chicos. En cuanto los dejaba solos se amotinaban, ahora ella tendría que poner otra vez las cosas en su sitio.
Y a medida que subía la luna, el escandaloso viento se iba aquietando y gruñía con menos violencia, los árboles se sosegaban y empezaban a quejarse más bajito, y las nubes no se arremolinaban y perseguían por el cielo tan salvajemente, y la luna, como si se sintiera complacida ante la sumisión de un pueblo que tan pronto respondía a su mera presencia, fue empequeñeciéndose a medida que subía por la escalera celeste. La hinchazón de sus mejillas disminuyó, su tez adquirió una tonalidad más clara, y una dulce sonrisa se extendió por su faz, a medida que iba subiendo y subiendo aun ritmo cada vez más apacible. Pero en su corte reinaban la traición y la revuelta. Porque, cuando estaba alcanzando los últimos peldaños de su gran escalera, las nubes se congregaron y, olvidando viejas rencillas, juntaron silenciosamente sus cabezas y se pusieron a conspirar. Luego, de común acuerdo, se mantuvieron al acecho, y en cuanto la luna llegó a rozarlas, se abalanzaron sobre ella y la devoraron. En seguida empezaron a caer de lo alto gotas de agua, cada vez más aprisa, que corrían por las mejillas de Nycteris, y qué podían ser sino llanto de la luna, lágrimas que derramaba ante el trato cruel que recibía de sus hijos? Nycteris también lloraba, y como no sabía qué hacer, se volvió desconsolada a su cuarto.
La vez siguiente, Nycteris salió temblando y llena de miedo. ¡pero la luna seguía allí!, envejecida, desde luego, con mal aspecto y horriblemente mermada, como si todas aquellas fieras del cielo la hubieran estado asestando salvajes mordiscos. ¡pero seguía allí, todavía viva y capaz de dar luz! *

LA PUESTA DE SOL

Fotogén, que no sabía nada de la oscuridad, de las estrellas ni de la luna, se pasaba los días enteros dedicado a la caza. Montado en un gran caballo blanco, surcaba las verdes praderas, glorificando el sol, desafiando el viento y matando búfalos.
Una mañana, en que había madrugado más de lo que solía y había salido al campo antes que sus acompañantes, reparó en un animal que le resultaba desconocido, deslizándose por una grieta a donde no llegaban los rayos del sol. Saltó veloz sobre la hierba y se escabulló como una sombra furtiva en dirección sur, camino de los bosques. Cuando Fotogén iba siguiendo aquel rastro, se encontró con el cuerpo de un búfalo devorado a medias por la fiera, y entonces se intensificó el ahínco de su persecución. Pero daba tales saltos y brincos delante de él que acabó alejándose hasta perderse totalmente de vista.
Volvió grupas, desanimado por la derrota, y se encontró con Fargu, que había salido en su busca al galope más veloz que su caballo le permitía.
-¿Qué animal sería, Fargu? -le preguntó ¡No sabes cómo corría! Fargu le contestó que pudiera ser un leopardo, pero que considerando su forma de correr y sus trazas, él más bien se inclinaba a pensar que fuera un león.
-¡Pues debe de ser un animal bien cobarde! -comentó Fotogén.
-No lo creas -replicó Fargu-. Lo que pasa es que a ese tipo de fieras le resulta incómodo el sol. En cuanto se pone el sol, es entonces cuando se crecen.
Apenas acababa de decirlo, ya se estaba arrepintiendo. Ni siquiera cuando vio que Fotogén no contestaba nada, dejó de lamentar haber pronunciado tales palabras. Pero lo dicho, dicho estaba, ¡qué le vamos a hacer!
«Entonces esa fiera», rumiaba Fotogén para sí mismo, «será uno de esos peligros que le acechan a uno a la puesta de sol, y sobre los que madame Watho siempre me está amonestando».
Siguió cazando todo lo que quedaba de día, pero no con los ánimos de siempre. No cabalgaba con el mismo entusiasmo, y ni un solo búfalo llegó a matar. Fargu observó con inquietud que, además, al menor pretexto se dirigía hacia el sur para acercarse lo más posible a la zona por donde estaban enclavados los bosques. Pero, de repente, cuando el sol iba a empezar a hundirse por poniente, volvió grupas a su caballo y partió hacia el castillo a un galope tan veloz que el resto de los cazadores no pudo seguirle y le perdieron de vista inmediatamente. Cuando llegaron, se encontraron su cabalgadura en el establo y pensaron que él ya estaría dentro del castillo. Pero la verdad es que había entrado y había vuelto a salir por una puerta trasera. Después de cruzar el río y remontar el valle, volvió a bajar hasta el sitio de donde partió a galope. Llegó al lindero del bosque poco antes de la puesta de sol.
El globo plano brillaba enfrente de Fotogén, entre los troncos desnudos, cuando éste se metió en el bosque, diciéndose que no podía fallar en su intento de encontrar la fiera. Pero, nada más entrar, volvió la cabeza y miró hacia poniente. El borde rojo estaba tocando la línea dentada de las montañas rotas que se dibujaban sobre el horizonte.
«Vamos a ver lo que pasa ahora», se dijo Fotogén. Pero lo dijo enfrentándose a una oscuridad que nunca había conocido. A medida que el sol iba hundiéndose entre los picachos y quebraduras, un miedo inexplicable, a modo de repentino golpe en el corazón, se apoderó del joven, y como era la primera vez que experimentaba un sentimiento de esta índole, ya el mismo miedo le aterrorizaba. En cuanto el sol se hundió, fue como si se despertaran las sombras del mundo y se volvieran cada vez más profundas y negras. No era capaz ni de pensar lo que podía ser aquello, hasta tal punto el fenómeno había debilitado sus fuerzas. Cuando la última partícula incandescente del sol, con forma de cimitarra, se apagó como una lámpara, el terror de Fotogén parecía que se iba a convertir en auténtica locura. Como apenas hubo crepúsculo, y era además una noche sin luna, el terror y la oscuridad, a modo de párpados que se juntan sobre un ojo cerrado, le invadieron al mismo tiempo y los identificó como una sola cosa. El valor que había tenido ya no era suyo para nada. No había sido valiente, en realidad, simplemente había disfrutado de un valor que ahora le abandonaba. A duras penas podía mantenerse de pie, y no digamos erguido, porque ninguna de sus articulaciones estaba tensa ni se libraba de temblar. No era más que una partícula del sol, una chispa suya, pero en sí mismo no era nadie.
La fiera estaba a sus espaldas, acechándolo. Todo el bosque era oscuridad, pero su imaginación hacía surgir acá y allá de aquella masa oscura mil pares de ojos verdes, y no tenía fuerzas ni para levantar el arco de su costado. En el colmo de la desesperación intentaba sacar fuerzas de flaqueza no para luchar -de eso no tenía ni ganas-, pero sí para echar acorrer .Valor para escaparse a casa era todo lo más que lograba imaginar, y no le venía. Pero lo que no tenía le vino dado tan repentina como ignominiosamente. Oyó un grito en el bosque, mezcla de aullido y chirrido, y salió huyendo de estampida como un jabalí herido de la peor ralea. Ni siquiera era él mismo quien corría, era el miedo que se le había metido vivo en las piernas. Él no se daba cuenta de que estaba corriendo. Pero a medida que lo hacía, se iba considerando capaz, por lo menos, de correr. Por lo menos había reunido el valor suficiente para ser un cobarde. Las estrellas emitían un débil resplandor. Una vez en la pradera, aumentó la velocidad, y nadie le perseguía. ¡Qué bajo había caído, qué diferencia con el joven que trepaba por la colina cuando el sol está apunto de ponerse! Se despreciaba a sí mismo, y era tan cobarde la parte de él que lo hacía como la que recibía su desprecio. Vio tirado sobre la hierba el bulto negro, informe y jorobado del búfalo muerto y dio un rodeo, como alma que lleva el diablo, empujado por el viento. Porque se había levantado un viento muy fuerte, y eso aumentó su terror, lo sentía soplar a sus espaldas. Alcanzó el límite del valle y se dejó caer cuesta abajo como una estrella errante. Inmediatamente notó que todo el pueblo de las alturas se había despertado y lanzado en su persecución. El viento aullaba tras él, plagado de juramentos, gemidos, gritos, carcajadas, bramidos y murmullos, como si todos los animales del bosque vinieran galopando en su seno. En sus oídos resonaba un bullicio como de pisadas, el estruendo que hacían las pezuñas del ganado al salir despavorido de todos los puntos de la planicie hacia el borde de las colinas que Fotogén iba dejando atrás. Se dirigió al castillo en derechura, tan velozmente que a duras penas le llegaba el aliento para jadear.
Cuando estaba llegando al límite inferior del valle, la luna asomó por encima. Fotogén nunca había visto la luna así, sólo de día cuando la había confundido con una nube delgada y brillante. Le añadió miedo a su miedo, ¡era tan fantasmal, tan cadavérica, tan horrible! ¡Y parecía tan consciente de estar mirando desde las altas tapias de su jardín todo el mundo exterior! Era la noche misma, la oscuridad viviente que le perseguía, horror de los horrores que bajaba del cielo para helarle la sangre y reducir a cenizas sus pulmones. Se le escapó un sollozo y corrió hacia el punto del río donde éste se deslizaba por entre los muros del castillo, a orillas del jardín. Se lanzó al agua, alcanzó con esfuerzo el otro ribazo, salió y cayó desmayado sobre la hierba.

EL JARDÍN

Aunque Nycteris estaba bien atenta a no pasarse demasiado tiempo fuera de la cueva y andaba con toda clase de precauciones, le habría resultado muy difícil seguir manteniendo ocultas sus escapatorias, que ya venían siendo frecuentes, a no ser porque Últimamente aquellos raros ataques que aquejaban a Watho se recrudecieron hasta volverse tan intensos que enfermó y hubo de guardar cama. A Falca, que ahora tenía mucho trabajo de día y de noche con su señora, se le metió en la cabeza, ya fuera por precaución o por sospecha, que convenía correr el cerrojo cada vez que salía de la cueva por la puerta de costumbre. y así fue como una noche, cuando Nycteris la fue a empujar, comprobó con asombro y desaliento que la pared se le resistía como al principio y no le permitía acceso. Aunque desplegó todo su ingenio, no logró descubrir la causa de semejante mudanza.
Sintió como nunca la opresión de aquella celda que la encarcelaba y se dirigió, aunque con pocas esperanzas, hacia el cuadro de la pared por donde en una ocasión había visto desaparecer a Falca. En seguida descubrió el mecanismo accionando el cual el cuadro cedía. Se metió por allí y salió a una especie de bodega iluminada tenuemente por el resplandor de un cielo azul y pálido de luna. Desde la bodega se accedía a un largo pasillo descubierto sobre el cual también brillaba la luna, se metió por él, llegó a una puerta que había al final y consiguió abrirla. ¡Qué maravilla! Su gozo no tuvo límites al comprender que se encontraba en el «otro sitio», no en lo alto de la muralla, como otras veces, sino en el jardín entrevisto desde allí y al que en tantas ocasiones le habían entrado ganas de bajar.
Empezó a revolotear quedamente, cual aterciopelada mariposa, por entre los árboles y arbustos de aquel soto, sintiendo cómo la más suave de las alfombras daba la bienvenida a sus pies desnudos, los cuales la reconocieron como algo vivo al notar que eran acogidos por ella con caricia tan dulce y amistosa. Una ligera brisa se paseaba de un árbol a otro, apareciendo tan pronto acá como allá, igual que un niño que vaga a su albedrío. Nycteris se puso a bailar sobre la hierba, contemplando aquella sombra que acompañaba sus movimientos por detrás. Al principio la había tomado por una criatura pequeñita y negra que quería jugar con ella; pero luego se dio cuenta de que sólo aparecía cuando estaba debajo de la luna, y de que cada árbol, por grande y alto que fuese, llevaba también consigo uno de estos extraños servidores, así que dejó de preocuparse por el fenómeno. y poco a poco se fue acostumbrando y le servía de diversión, como para cualquier gatito puede serlo jugar con su cola.
Le costó más tiempo, en cambio, familiarizarse con los árboles. Tan pronto le parecía que la censuraban como que ignoraban su presencia y se desentendían de ella para pensar en sus propios asuntos. De pronto, según iba de uno a otro, prestando maravillada atención al misterioso murmullo de sus hojas y ramas, descubrió uno algo apartado y que le pareció distinto de los demás. Era blanco y oscuro y centelleante, y se abría como una palmera, una palmera esbelta, menuda y con una copa no demasiado grande. Crecía muy deprisa, pero se iba adelgazando al crecer. Nunca alcanzaba a crecer del todo porque justo cuando estaba llegando alto, caía roto en pedazos. Al aproximarse para verlo mejor, comprendió que era un árbol de agua, hecho de la misma sustancia en que ella se bañaba, sólo que estaba vivo, eso es, como el río. Aunque un poco diferente la índole de agua, desde luego, porque la del río se deslizaba suavemente por el suelo y esta otra salía disparada hacia lo alto y luego caía y se tragaba a sí misma, y volvía a surgir de nuevo. Metió los pies en el estanque de mármol, el tiesto donde estaba plantado el árbol de agua. Estaba lleno de agua verdadera, viva y fresca. ¡Qué gusto! ¡Con la noche tan calurosa que hacía!
¿y las flores? ¡Ah, qué maravilla, las flores! Nycteris se hizo amiga de ellas desde el principio. Eran unas criaturas encantadoras, tan bonitas y amables, siempre irradiando aquellos colores y aquellos perfumes, aroma rojo, aroma blanco, aroma amarillo, mandándoselos a los demás seres vivos. Aquel que era invisible, pero estaba en todas partes, cogía a manos llenas esos aromas y los propagaba por doquier. Pero a las flores no les importaba. Era su manera de expresarse, de demostrar que estaban vivas y no pintadas como las que aparecían en las paredes y en la alfombra del cuarto de Nycteris.
Vagabundeó un rato por el jardín y fue bajando hasta la orilla del río. Como no se atrevía a ir más allá, porque estaba algo asustada (y era precisamente aquella presurosa serpiente de agua lo que le daba más aprensión), se dejó caer en la mullida ribera, metió los pies desnudos en el agua y la sentía correr por entre ellos, azotándolos. Se quedó allí un buen rato, mirando unas veces la corriente del río y otras la imagen rota de la Gran Lámpara Blanca que lucía sobre su cabeza, oscilando de un lado a otro del techo. y se sentía completamente feliz.

UN ACONTECIMIENTO BASTANTE INESPERADO

Una linda mariposa cruzó inesperadamente ante los ojos azules de Nycteris, y ella se puso inmediatamente de pie para seguirla, aunque el impulso era más parecido al de un amante que al de un cazador. Su corazón ( Como todos los corazones cuando se hace limpieza en sus recovecos mezquinos) era una inagotable fuente de amor: tendía a amar todo lo que veía. Pero cuando iba persiguiendo a la mariposa, reparó en un bulto que yacía sobre la hierba en la orilla del río, y como todavía no había aprendido a tener miedo de nada, corrió directamente hacia él, movida por la curiosidad de saber qué era.
Al alcanzarlo, se detuvo sobrecogida. ¡Era una chica como ella! ¡Pero qué rara parecía, qué ropas llevaba tan extravagantes! y además no se movía nada. ¿Estaría muerta? Asaltada repentinamente por un sentimiento de piedad, se sentó junto al cuerpo de Fotogén, le incorporó la cabeza, la acomodó sobre su regazo y empezó a acariciarle el rostro.
El cálido tacto de aquellas manos produjo el efecto de que el muchacho volviera en sí. Abrió sus ojos negros, de los que parecía haber huido todo rastro de fuego, y al ver que no estaba solo, dejó escapar un raro gemido, mitad de susto, mitad de asombro. Pero cuando miró a Nycteris y vio su rostro, suspiró profundamente y se quedó quieto sin poder apartar los ojos de aquellos otros de un azul maravilloso, desplegados sobre él como un cielo protector, capaces de poner en fuga el miedo y que parecían aliados naturales del valor. Al fin, con una voz temblorosa, mezcla de veneración y encogimiento, le dijo en un susurro:
-¿Quién eres tú?
-Soy Nycteris -Contestó ella.
-Eres una criatura de la oscuridad, y amante de la noche -dijo él, notando que volvía asentir miedo.
-Puede que sea una criatura de la oscuridad -replicó Nycteris-. No entiendo muy bien lo que dices. Pero amante de la noche no soy. Yo amo el día, lo amo con todo mi corazón. Yo las noches me las paso durmiendo.
-¡Cómo que durmiendo! -preguntó Fotogén, incorporándose sobre un codo, aunque volviendo a caer en seguida en el regazo de Nycteris al ver de nuevo la luna-. ¿Cómo dices eso, si te estoy viendo con los ojos abiertos de par en par?
Ella se limitó a sonreír y siguió acariciándolo, porque como no le había entendido, pensó que tampoco él sabía bien lo que decía.
-¿Entonces todo ha sido un sueño? -concluyó Fotogén, frotándose los ojos.
Pero de pronto se hizo la luz en su memoria y se estremeció.-¡Es horrible!-exclamó-. ¿Hay algo más horrible que verse uno convertido de repente en un cobarde, en un despreciable, desgraciado y vil cobarde? Me da vergüenza, vergüenza y miedo. ¡Es algo tan espantoso!
-Pero ¿qué es tan espantoso? -preguntó Nycteris, con una sonrisa como la que dedicaría una madre a su niño recién despierto de una pesadilla.
-Todo, todo -contestó él-, todo es oscuridad y estruendo.
-Pero si no hay ningún estruendo, mi vida -dijo Nycteris-. ¡Qué sensible debes de ser! Lo que oyes no es más que el correr del agua y el revoloteo de la más dulce de las criaturas. Es invisible, ¿sabes? , y yo la llamo «pordoquier», porque pasa a través de todos los demás seres y los consuela. Ahora mismo se está divirtiendo y divirtiéndolos a ellos, porque los acaricia y los besa, y les da soplidos en la cara. ¿Y a eso le llamas estruendo? Pues si la vieras cuando se enfada de verdad. Yo no sé por qué se enfada, pero ruido arma mucho.
-¡Está tan oscuro! -dijo Fotogén, que, tras prestarle atención, se había convencido de que no era tanto el estruendo.
-¿Oscuro? -contestó ella como un eco-. En mi habitación tendrías que haber estado tú cuando el terremoto le quitó la vida a mi lámpara. No te entiendo, la verdad. ¿Cómo puedes llamar oscuridad a esto? Vamos a ver: ¿tienes ojos, no?, y bien grandes, más grandes que los de madame Watho o los de Falca, no tan grandes como los míos, creo, aunque yo los míos nunca los he visto. Pero, claro, ahora caigo en lo que te pasa. No puedes ver con ellos porque son demasiado negros, y la oscuridad no la ven, naturalmente. No te preocupes. Yo seré tus ojos y te enseñaré a mirar. Mira qué encanto esas cositas blancas -que hay en la hierba, con puntitas rojas que se juntan por arriba. ¡Cómo me gustan! Me estaría mirándolas todo el día, ¡son tan monas!
Fotogén se quedó mirando fijamente las flores, y le pareció que ya las había visto antes, pero no se acordaba bien. De la misma manera que Nycteris nunca había visto una margarita abierta, él tampoco la había visto cerrada. Y aquella extraña y dulce retahíla con la que Nycteris iba procurando disipar su miedo, sin más guía que el instinto, iba produciendo en Fotogén consoladores efectos de olvido.
-¡Dices que está oscuro! -repetía Nycteris, como si no pudiera desterrar de su mente tan absurda idea-. Oscuro, cuando puedo contar a dos metros de distancia cada brizna de ese pelo verde, que debe de ser lo que los libros llaman «hierba». ¡Y fíjate en la Gran Lámpara! Hoy brilla más que ningún día, y no entiendo cómo puedes estar asustado, ni decir que esto es oscuridad.
Mientras hablaba, seguía acariciándole el pelo y las mejillas para tratar de consolarlo. ¡Pero qué triste estaba, y cómo se le notaba la tristeza! Estuvo apunto de contestarle a Nycteris que su Gran Lámpara le parecía una terrible bruja, caminando por el sueño de la muerte. Pero se contuvo, porque no era tan ignorante como ella, y al resplandor de la luna se había dado cuenta de que se encontraba ante una mujer, aunque nunca hasta entonces hubiera visto a ninguna tan joven y encantadora. Así que, a medida que ella trataba de ahuyentar su miedo, aquella presencia femenina aumentaba el encogimiento del joven. Porque, además, ignorante como se sentía de su condición, temía herirla o asustarla, dando pie así a que volviera a dejarlo solo con su pena. Permanecía, pues, inmóvil, sin atreverse apenas a rebullir. La poca vida que tenía parecía venirle de ella, y si se movía, a lo mejor se le iba a escapar. Desde luego, si aquella chica le dejaba solo, se echaría a llorar como un niño.
-¿Cómo llegaste hasta aquí? -preguntó Nycteris, tomando su rostro entre las manos.
-Bajando por la colina -contestó él.
-¿Y dónde duermes? -le preguntó.
Él señaló en dirección al castillo, y Nycteris se echó a reír , entusiasmada.
-Pues cuando aprendas a no estar asustado, te puedes dar un paseo conmigo siempre que quieras -dijo ella.
Pensaba para sí misma que, en cuanto aquella chica se recupera- ra un poco, le preguntaría que cómo había hecho para escaparse, porque no dudaba que viviría en una cueva como aquella donde Falca y Watho la tenían a ella encerrada.
-¡Mira qué colores tan preciosos! -le dijo, señalándole un rosal en el que Fotogén no era capaz de distinguir ni una sola flor-. ¿Verdad que son mucho más bonitos que los pintados en tus paredes? y además están vivos, ¡Y huelen tan bien!
Fotogén no tenía ganas de verse obligado a abrir los ojos para mirar lo que no podía ver, y a cada momento se estremecía y se abrazaba a ella, como asaltado por un nuevo espasmo de terror .
-¡Vamos, vamos, cariño! -le dijo Nycteris-. No te pongas así. Tienes que portarte como una chica valiente, y...
-¡Una chica! -le interrumpió Fotogén gritando, mientras se ponía de pie con ademán colérico--. ¡Si fueras un hombre, te mataría!
-¿Un hombre? -preguntó ella-. ¿Yeso qué es? ¿Cómo puedo serlo? Somos chicas las dos, ¿no?
-No, yo no soy una chica -contestó Fotogén. Pero luego, cambiando de tono, y volviendo a caer a sus pies, añadió:
-De todas maneras, no me extraña que me hayas tomado por una chica, te he dado pie para ello.
-Ya entiendo -replicó Nycteris-. Claro que no puedes ser una chica. Las chicas nunca tienen miedo más que por cuestiones de fuste. Por eso estás tan asustado tú, claro, porque no eres una chica.
Fotogén se retorcía, contorsionándose sobre la hierba.
-No, no es por eso -dijo sombríamente-. Es por culpa de esta horrible oscuridad que se infiltra en mí, me penetra y me cala hasta la médula de los huesos. Eso es lo que me obliga a comportarme como una chica. ¡Si saliera el sol de una vez!
-¿El sol? ¿y qué es eso? -exclamó Nycteris, experimentando al decirlo un vago temor.
Y Fotogén, en un intento vano por ahuyentar el suyo, estalló en un arrebatado discurso:
-El sol es el alma, la vida, el corazón y la gloria, en fin, de todo el universo -dijo-. Las palabras giran como partículas de polvo en torno a sus rayos. El corazón humano se fortalece y cobra valentía bajo su luz, y cuando ésta desaparece el valor se esfuma, se lo lleva el sol, y el hombre queda reducido a lo que estás viendo en mí ahora.
-¿Entonces eso no es el sol? -preguntó Nycteris pensativa, señalando hacia la luna.
-¿Eso? -exclamó él con sumo desdén-. Yo de eso no sé nada, excepto que es feo y tremendo. En el mejor de los casos podría ser el fantasma de un sol muerto. ¡Sí! Precisamente eso, y es lo que le hace parecer tan temible.
-No dijo Nycteris, tras un largo rato de cavilación-. En eso creo que te equivocas. A mí me parece que el sol es el fantasma de una luna muerta, y que por eso es mucho más espléndido de lo que dices. ¿Es que hay entonces otra habitación grande en cuyo techo vive el sol?
-No entiendo lo que quieres decir. Pero me doy cuenta de que pretendes ser amable, a pesar de que nunca deberías llamar chica a un pobre hombre en la oscuridad. Si me dejas quedarme un rato echado aquí, con la cabeza en tu regazo, tal vez conseguiría dormir. ¿Me vigilarás y estarás al cuidado?
-Descuida, que lo haré -contestó Nycteris, olvidando el peligro que ella misma corría, y Fotogén se quedó dormido.

EL SOL

Toda la noche se la pasaron, pues, Nycteris sentada y el joven dormido en su regazo, en el corazón de la gran sombra cónica de la tierra, como dos faraones en una pirámide. Nycteris, mientras veía dormir a Fotogén, no se atrevía a moverse y menos todavía a despertarlo para dejarlo otra vez a merced del miedo.
La luna ascendió a lo alto de la azul eternidad, tal era el triunfo de la noche gloriosa. El río se deslizaba con su murmullo borboteante de profundas y suaves palabras. La fuente seguía disparada hacia la luna, coronada de vez en cuando por una flor de plata, cuyos pétalos, acompañados por un constante fondo musical, iban a caer exhaustos una y otra vez en el lecho de abajo, como copos de nieve. El viento se despertó, emprendió una carrera entre los árboles, se marchó a dormir y volvió a despertarse. Las margaritas dormían a sus pies, pero Nycteris no sabía que estaban durmiendo. Las rosas, aunque daban la impresión de estar despiertas porque su aroma impregnaba el aire, en realidad también dormían y aquel perfume era el de sus sueños. Las naranjas colgaban de los árboles como lámparas de oro, y aquellas flores plateadas eran las almas de sus hijos aún no nacidos. El perfume de las acacias en flor se inyectaba en el aire, como exhalado por la misma luna.
Al final, cansada de seguir tanto rato sentada sin moverse y poco habituada como estaba al aire libre, a Nycteris le fue entrando sueño. El aire iba haciéndose cada vez más fresco. Se estaba acercando, poco a poco, la hora en que ella tenía por costumbre irse a la cama. Cerró los ojos un rato y dio algunas cabezadas, pero en seguida los abrió otra vez, porque había prometido vigilar el sueño del joven.
Se había operado una ligera mudanza. La luna había descrito un giro en el cielo y ahora la miraba desde poniente con el rostro un poco alterado. Había palidecido, como descolorida por el miedo también ella, como si desde su alta atalaya avistara alguna amenaza. La luz parecía escapársele, estaba agonizando, ¡se iba a ir!, y, sin embargo, todo se esclarecía extrañamente en torno, con un claror que Nycteris nunca había conocido, ¡qué raro!, ¿cómo podía la lámpara despedir más luz a medida que la iba perdiendo? Tal vez por eso mismo, claro, ésa era la causa de su creciente desmayo, que la luz la abandonaba y se extendía ella sola por la habitación. Por eso se iba quedando tan desvalida y macilenta la pobre luna. Se desentendía de todo. Se disolvía en el techo como un terrón de azúcar en un vaso de agua.
Nycteris sentía cada vez más miedo, así que trató de buscar refugio junto al rostro que yacía en su regazo. ¡Qué hermoso era! No sabía cómo llamarlo, porque cuando se dirigió a él con el nombre que Watho usaba para llamarla a ella, se había enfadado. ¡Pero qué prodigio! Ahora de repente, a pesar de la gélida mudanza que atravesaba toda la estancia, las pálidas mejillas del joven se iluminaban con un carmín rosáceo. ¡Qué pelo rubio tan bonito tenía, despeinado sobre el regazo de Nycteris! ¡Y qué honda y acompasada se volvía su respiración! ¿Y qué serían aquellos objetos tan raros que llevaba encima? Seguro que ella los había visto pintados en los bajorrelieves de su cueva.
De esta manera cavilaba Nycteris, a medida que la luna se iba volviendo cada vez más pálida y todas las cosas más y más traspasadas por la luz. ¿Qué podía significar aquello? La lámpara se estaba muriendo, estaba apunto de irse a otro sitio, tal vez a aquel del que había hablado el joven que dormía en su regazo, tal vez para convertirse en sol. ¿Pero por qué las cosas se estaban volviendo cada vez más claras y visibles, si la luna todavía no se había convertido en sol? Eso era lo más raro. ¿Era su transformación en sol lo que producía todo aquello? Pues sí. La muerte estaba llegando, y Nycteris lo supo, porque la sintió también sobrevolando encima de ella misma. ¡La oía llegar! ¿y en qué iba a transformarse ella? ¿En una criatura tan hermosa como la que yacía en su regazo? ¡Ojalá! Pero de todas maneras era como un presagio de muerte, porque las fuerzas la iban abandonando progresivamente, a medida que las cosas en torno suyo iba brillando bajo una luz insoportable para ella. ¡Pronto se iba a quedar ciega! ¿Se quedaría ciega y luego se moriría? ¿O se moriría antes?
A sus espaldas estaba saliendo el sol. Fotogén se despertó, sacudió su cabeza, la incorporó del regazo de Nycteris y se puso de pie. Su rostro estaba iluminado por una radiante sonrisa. Su corazón desbordaba de audacia, la del cazador dispuesto a perseguir aun tigre hasta su misma guarida. Nycteris dio un grito, se tapó el rostro con las manos y apretó fuerte los párpados. Con los ojos cerrados se refugió entre los brazos de Fotogén, estrechándose contra su cuerpo.
-¡Oh, qué miedo tengo! ¿Qué es esto? Debe de ser la muerte, y yo no quiero morirme todavía. Me gusta este sitio, me gusta la lámpara antigua. No quiero saber nada de otro sitio. Es horrible. Quiero esconderme, amparada por las delicadas, dulces y oscuras manos de todas aquellas otras criaturas. ¡Ay de mí!
Fotogén se quedó mirándola desde arriba, mientras tensaba las cuerdas de su arco.
-¿Pero qué te pasa, chica? -preguntó con la arrogancia propia de los seres de sexo masculino, cuando aún no han sido enseñados por los del género contrario-. ¡Ahora ya no hay nada que temer, niña! Es de día. El sol está subiendo. ¡Míralo! Dentro de unos momentos habrá alcanzado el borde de la colina. Gracias por haberme dado asilo nocturno. Adiós, me tengo que ir. No seas miedosa. Si algún día puedo hacer algo por ti, en fin, ya sabes.
-¡Pero no me dejes, por favor, no me dejes! -exclamó Nycteris-. ¡Me estoy muriendo! Es que no me puedo ni mover. La luz me está chupando toda la fuerza que tenía. ¡Tengo tanto miedo!
Fotogén ya se había metido en el río, y alzaba su arco para que no se le mojara. Lo cruzó a toda prisa y alcanzó en seguida la otra orilla. Al no escuchar respuesta, Nycteris apartó las manos que cubrían su rostro. Fotogén estaba subiendo la colina, y cuando llegó a lo alto los rayos del sol le iluminaron de pleno. La gloria del rey del día coronaba con sus llamaradas el cabello rubio del joven. Radiante como Apolo, se erguía consciente de su poder, como una chispa deslumbrante en medio de una hoguera. Puso una flecha brillante en su pulido arco. La flecha partió con intenso silbido musical, y Fotogén salió disparado tras ella y se perdió de vista velozmente, y entonces se disparó hacia arriba el mismísimo Apolo, lanzando flechas de exaltación y asombro. Pero la pobre Nycteris tenía el corazón hecho añicos, y cada vez se le clavaban más. Se hundía en la más profunda oscuridad, rodeada por aquel horno de fuego. Sacando, sin embargo, fuerzas de su flaqueza, desánimo y agonía, se dio la vuelta, y entre vacilaciones y obstáculos se abrió camino en ella el tenaz deseo de regresar a su celda.
Cuando, finalmente, la oscuridad amiga de su cuarto la rodeó con sus frescos y consoladores brazos, se dejó caer en la cama y se quedó inmediatamente dormida, y siguió durante horas entregada al sueño, como enterrada en vida, mientras Fotogén, allí afuera, bajo los rayos gloriosos y plenos del sol, perseguía búfalos a través de las suaves praderas, sin acordarse para nada de aquella a quien había abandonado, cuyo regazo le había servido de refugio en la oscuridad, cuyos ojos y manos habían velado por él a lo largo de la noche entera. Se entregaba nuevamente a la exaltación de su propia arrogancia. La oscuridad y sus tribulaciones se habían disipado momentáneamente.

EL HÉROE COBARDE

Pero no bien había alcanzado el sol su punto álgido, cuando Fotogén empezó a recordar la noche pasada y aquella oscuridad que aún tenía tan reciente, y tal recuerdo le avergonzó. Se había demostrado así mismo (y además ante una chica) que podía ser un cobarde. Muy atrevido a pleno sol, cuando no había nada que temer, pero asustado como un vil conejo en cuanto llegaba la noche. Y eso no estaba bien, algo fallaba. ¿Sería víctima de un hechizo? Seguramente le habían dado a comer o beber algo, alguna pócima contra la valentía. En todo caso, era como una puñalada a traición. ¿Cómo iba a saber así lo que pasaba en el mundo cuando el sol se iba? No era extraño, por otra parte, que el terror hubiera hecho presa en él, siendo la noche tan terrorífica por su misma naturaleza, como había podido ver, y además lo que, en cambio, no se podía ver es de dónde venía el peligro. Te podían despedazar, arrastrar o engullir, sin tener ni idea de hacia dónde dirigir la respuesta del propio golpe. Se agarraba a cualquier disculpa, como todos los que se aman mucho a sí mismos, cualquiera le parecía buena para satisfacer su arrogancia.
Aquel día asombró a todos los cazadores, sobrecogidos ante su inagotable temeridad, y todo lo que hacía era para probarse así mismo que no era un cobarde. Pero no lograba disipar su vergüenza. No le quedaba más que una salida: determinarse a hacerle frente a la oscuridad a palo seco, ahora que ya sabía algo acerca de ella. Era más noble salir al encuentro de un reconocido peligro que meterse desdeñosamente en lo que no parecía ofrecer ninguno, y más noble aún luchar contra un horror sin nombre. De esa manera lograría al mismo tiempo vencer su miedo y borrar su deshonra. Porque para un consumado espadachín y arquero como él no había peligro -pensó- que no pudiera vencer con su valor y su fuerza. La derrota era imposible. Ahora conocía la oscuridad, así que cuando llegara tenía que encontrarle tan fresco e intrépido como se sentía ahora. «Y si no, ya lo veremos», se repetía.
Permaneció oculto bajo el ramaje de un haya corpulenta, y allí esperó la puesta de sol un buen rato antes de que éste se hubiera acercado al perfil dentado de las colinas. Cuando empezó a descender, ya estaba temblando Fotogén como una hoja de las que tenía a su espalda, agitada por el primer soplo del viento nocturno. En el momento en que la última partícula incandescente del globo rojo se esfumó, dio un salto y salió corriendo para alcanzar el valle lo más pronto posible, y a medida que corría se redoblaba su terror. Cayó rodando colina abajo, cual vil animalejo, a saltos y tropezones. Más que tirarse al río, fue como si lo tiraran, y cuando se quiso dar cuenta, estaba tumbado, como la noche anterior, en la mullida hierba del jardín que había a la otra orilla.
Pero cuando abrió los ojos, no había otros ojos femeninos inclinándose sobre los suyos. No había más que estrellas en la noche anchurosa y huérfana de sol, aquella terrible y todopoderosa enemiga a la que había desafiado, pero contra la que no podía luchar. Tal vez a la chica todavía no le había dado tiempo a salir del agua. Procuraría dormir, porque a moverse no se atrevía, y tal vez cuando se despertara encontrase su regazo sirviéndole de almohada, y aquel rostro moreno y bellísimo inclinándose sobre el suyo, mirándolo con aquellos ojos azul oscuro. Pero cuando se despertó, seguía teniendo la cabeza en la hierba, y aunque fue capaz de levantarse, habiendo restaurado su valor y sus fuerzas con el sueño, no se dispuso a salir de caza con el mismo vigoroso impulso del día anterior. A despecho del triunfo del sol, que se infiltraba en su corazón y en sus venas, la apatía presidió aquella jornada de caza. Comió sin ganas y desde el principio se mostró pensativo, arrebatado por la tristeza. Probaba por segunda vez el sabor de la derrota y de la deshonra. ¿Es que todo su valor se reducía aun jugueteo de la luz del sol en sus pulmones? ¿No era más que una simple pelota lanzada de la oscuridad a la luz? ¡Pues vaya una miserable criatura! Pero surgió ante él la tentación de probar suerte por tercera vez. y si fallaba, no se atrevía ni a imaginar la pobre opinión que iba a tener de sí mismo. Le bastaba con saber la que tenía ahora, cuanto más entonces.
Pero aquella oportunidad, ¡ay!, no supo aprovecharla mejor que las anteriores. Nuevamente en cuanto el sol empezó a hundirse, salió corriendo como alma que lleva el diablo.
Por siete veces consecutivas intentó enfrentarse a la noche, decisión alimentada por la fuerza del mediodía, y por siete veces fracasó. Ya cada fracaso la sensación de derrota se incrementaba causándole tan creciente impresión de ignominia que se propagaba abrumadoramente a lo largo de las horas soleadas, con lo cual una noche venía a juntarse con la otra, y su valor diurno, contagiado de aquellos remordimientos, amarguras y pérdida de confianza, empezó a abandonarlo y a desvanecerse también, y al final a fuerza de cansancio, de humedad y de dormir al raso una noche detrás de otra, consumido sobre todo por aquel miedo mortal y avergonzado de su propia vergüenza, el insomnio se fue apoderando de él. Hasta que, por fin, al amanecer el sol la séptima mañana, en vez de salir de caza, se metió en el castillo y se acostó. Aquella salud de hierro, que tantos esfuerzos y desvelos le había costado a la bruja, se estaba cuarteando. Al cabo de dos horas de haberse metido en la cama, Fotogén deliraba entre gemidos y lágrimas.

UNA MALVADA ENFERMERA

Watho también estaba enferma, como ya se ha dicho, y, encima, de un humor de perros. Además, como es propio de todas las brujas, lo que normalmente suele despertar piedad, a ella le inspiraba rechazo. Y, por si fuera poco, conservaba una pobre, indefensa y rudimentaria sombra de conciencia, lo suficiente como para sentirse incómoda, y volverse, por tanto, más perversa. Así que cuando se enteró de la enfermedad de Fotogén, reaccionó enfadándose. ¿Cómo que estaba enfermo? Después de todo lo que ella había hecho para saturarlo de vida, ¡toda la atesorada por el sistema solar! ¡Condenado desagradecido! y precisamente por considerarlo su fracaso, se sentía irritada contra él, y lo que empezó siendo disgusto acabó desaguando en odio. Lo miraba como podría mirar el pintor un cuadro o el escritor un poema cuando se le malogra irremediablemente. En el corazón de las brujas, el amor y el odio habitan en zonas fronterizas, y muchas veces se confunden el uno con el otro, y ya sea porque su fracaso con Fotogén estropeaba los planes relativos a Nycteris o porque la enfermedad la había endemoniado más todavía, el caso es que empezó a tomarle manía también a la muchacha y hasta le daba rabia pensar que vivía en el castillo.
Pero no estaba tan enferma, a pesar de todo, como para no poder levantarse y presentarse de visita en el cuarto del pobre Fotogén con las más aviesas intenciones. Le hizo saber que lo odiaba como a una serpiente, y una serpiente parecía ella misma, mientras le siseaba aquellas palabras; daba la impresión de que se le hundía la frente y se le afilaban la nariz y la barbilla. Fotogén llegó a creer que quería asesinarlo y casi no se atrevía a probar bocado de los alimentos que le traían. Watho dio orden de que le cerraran todo para que no entrara en la estancia ni un rayo de luz, y así lo que logró fue que el joven fuera familiarizándose cada día un poquito más con la oscuridad. A veces cogía una de las flechas de Fotogén y tan pronto le hacía cosquillas con las plumas que la remataban como le clavaba la punta hasta hacerle sangre. ¡A saber lo que se propondría con aquello!, pero lo que desde luego consiguió fue que Fotogén concibiera repentinamente la decisión de escaparse del castillo. Por de pronto huir de allí, luego ya se vería. ¡Quién sabe si no encontraría a su madre en algún lugar, más allá de los bosques! Si no fuera por aquellas anchas zonas de oscuridad que separaban un día de otro, no le habría tenido miedo a nada.
Y ahora, mientras yacía a oscuras e indefenso, a veces descendía sobre él, surcando la oscuridad, el rostro de aquella adorable criatura que se encargó de cuidarlo tan dulcemente a lo largo de aquella primera noche espantosa. ¿No volvería a verla nunca más? Si, tal como él había pensado, era una ninfa del río, ¿por qué no se volvió a aparecer más veces? ¿Habría acabado por enseñarle a no temer la noche, ya que ella no le tenía miedo alguno? Y, sin embargo, al ver llegar el día, pareció asustarse mucho. ¿Por qué, si el día no daba ocasión alguna de temor? Tal vez, a fuerza de estar encerrado y a oscuras, llegara uno a tener miedo de la luz. Pero en ese caso, la alegría egoísta que él había sentido al ver salir el sol le había hecho ser muy ciego para con ella, y tratarla tan cruelmente como Watho le trataba a él, tal era el pago con que había correspondido a su dulzura. Si había bestias feroces que solamente salían de noche porque la luz las espantaba, ¿por qué no iba a haber muchachas a quienes les pasara lo mismo, incapaces de soportar la luz, igual que él no podía soportar las sombras? Si lograra encontrarla otra vez, ¡de qué forma tan distinta la trataría! Pero, ¡ay!, quién sabe si el sol no la habría matado, disuelto, quemado o resecado, siendo, como era, una ninfa del río.

EL LOBO DE WATHO

Desde aquella espantosa mañana, Nycteris no había vuelto a ser la misma. La luz avasalladora había sido como una especie de muerte para ella, y ahora yacía en la oscuridad herida por la memoria de aquella terrible brusquedad, algo que casi no era capaz de revivir, porque la simple idea le producía un escozor insoportable. Pero eso no era nada comparado con el dolor de recordar la grosería final de aquella deslumbradora criatura cuyo miedo había tratado de ahuyentar a lo largo de la noche. Porque, no bien le traspasó a Nycteris su angustia y él se vio libre de ella, en lo primero que empleó sus fuerzas recién recuperadas había sido en despreciarla. Por más vueltas que le daba, no lo podía entender .
No pasó mucho tiempo sin que Watho empezara a tramar planes diabólicos. Era como un niño perverso cuando se cansa de su juguete y lo que quiere es sacarle las tripas para ver cómo es por dentro. Se le ocurrió exponer a Nycteris a la cruda luz del sol, para verla disolverse, cual medusa del mar sobre la ardiente roca. Para el malestar lobuno de Watho aquello significaría un respiro de alivio.
Una mañana, pues, poco antes de mediodía, cuando Nycteris estaba sumida en el más profundo de los sueños, mandó a dos de sus criados trasladar el cuerpo de la muchacha a una litera cerrada, sacarla de su cueva y llevarla a lo alto de la llanura. Así se cumplió, los criados dejaron a Nycteris sobre la hierba y luego se marcharon.
Watho, que estaba espiando la escena desde su alto torreón a través de un telescopio, vio cómo la muchacha, a poco de haber sido abandonada, se incorporaba y volvía a caer de bruces, con la cara escondida contra el suelo.
-Ahora cogerá una insolación -vaticinó Watho-, y ése será su fin.
De pronto, un búfalo de enorme joroba y copiosa melena, que venía espantándose una mosca, llegó trotando hasta donde estaba tirada la muchacha. Al ver aquel bulto sobre la hierba, dio un respingo, se desvió unos metros, se paró un momento y luego se acercó despacio, como receloso. Nycteris continuó inmóvil, boca abajo. Ni siquiera había reparado en el animal.
-Ahora la pisoteará hasta matarla -dijo Watho-. Es lo que hacen siempre esos animales.
Cuando el búfalo llegó hasta Nycteris, se puso a olisquear en torno suyo y luego se apartó. Regresó de nuevo y vuelta a husmear. Por fin dio una brusca espantada y salió corriendo como si el diablo le hubiera agarrado por la cola.
Luego vino un ñu, animal todavía más peligroso, y pasó lo mismo. A continuación, un fiero jabalí, y nada. Ninguna fiera atacaba a la muchacha. Watho echaba chispas contra todos los seres vivos de este mundo.
Poco a poco protegidos por la sombra de su pelo, los ojos azules de Nycteris empezaron a volver un poco en sí, y la primera cosa que atisbaron les aportó un poquito de consuelo. Queda dicho que Nycteris conocía las margaritas cuando estaban cerradas, a modo de cono con su punta afilada rematada en rojo. Incluso una vez había separado los pétalos de una de ellas. Lo hizo con dedos temblorosos, porque tenía miedo de ser demasiado brusca y estarle haciendo daño a la flor, pero se sentía llena de curiosidad por ver, según argumentaba consigo misma, qué clase de secreto escondía tan celosamente, y no paró hasta encontrarse con aquel corazoncito de oro. Pero ahora, justo delante de sus ojos y por entre el velo de sus cabellos, cuya dulce penumbra le facilitaba una perfecta visión, se erguía una margarita con todos los puntitos rojos desplegados en carmíneo anillo, con su corazón de oro ofrecido en bandeja de plata. Al principio, identificaba aquello con el despertar de la flor cerrada, pero luego se dio cuenta. ¿Quién podría haber tenido la crueldad de forzar a tan gentil y pequeña criatura a abrirse así, a exponer su corazón desnudo a la horrible luz de aquella lámpara letal? Fuera quien fuera, seguro que era el mismo que la había sacado a ella de su cueva para que se abrasara mortalmente bajo su incendio. Menos mal que tenía su mata de pelo y si dejaba colgando la cabeza podía crear una pequeña y dulce noche de cuño propio en torno de sí misma. Intentó doblar la flor sobre su tallo, para protegerla del sol, creyendo que los pétalos colgantes le harían sombra, igual que a ella su pelo, pero no consiguió nada. ¡Ya estaba quemada y muerta! Nycteris no podía entender que si la margarita no cedía a su dulce presión era porque estaba bebiendo vida, con toda su ansia por vivir, de aquella lámpara que la niña veía como foco de muerte. ¡Oh, cómo le quemaba la piel!
Pero, sin saber cómo, siguió adelante con sus cavilaciones. Y poco a poco empezó a darse cuenta de una cosa. Si en aquella estancia no había otro techo que el que despedía el fuego de la lámpara, seguramente aquellas puntitas rojas de la flor habrían visto la lámpara miles de veces y estarían de sobra habituadas a ella. ¡Es la prueba de que no habían perecido! Y yendo aún un poco más allá, empezó a plantearse la cuestión de si no residiría la plenitud de la flor en el aspecto que presentaba precisamente ahora. Porque no era solamente que ahora el todo se presentara tan bello como antes, sino que cada una de sus partes exhibía además su propia perfección individual, la cual era capaz de combinarse armoniosamente con la más alta del conjunto. ¡La flor misma era una lámpara! El corazón dorado era la luz y el encaje plateado que lo bordeaba era el globo de alabastro, roto con todo cuidado y extendido generosamente para dejar salir tanta magnificencia. Sí, aquel aspecto radiante de la flor constituía la perfección definitiva. y si era la lámpara la que había provocado que la flor se abriera así, no podía ser enemiga de ella, a la vista de tanta perfección, sino un ser de su misma condición y naturaleza, y cuanto más reflexionaba, más claras veía las afinidades entre ambos. ¿No sería la flor una nietecita de la lámpara? La abuela estaría deseando mimarla, ¿cómo iba a querer hacerle daño?, lo que pasaba era que a lo mejor no siempre podía ayudarla. Las rojas puntitas de la flor podían simplemente indicar que en algún momento de su vida había sido herida por alguien. Quién sabe si la lámpara no estaría procurando hacer todo lo posible por ayudarla también a ella, por abrirla de alguna manera, igual que a la flor. Tenía que aguantar, y esperar a ver. ¡Pero era tan basto el color de la hierba! Claro que, a lo mejor, sus ojos no estaban hechos para el brillo de la gran lámpara y era incapaz de apreciar aquellos colores, y al pensar esto, se acordó de lo distintos que eran de los suyos los ojos de aquella criatura que dijo no ser una chica y a quien daba tanto miedo la oscuridad. ¡Ay, si la oscuridad volviera con sus brazos dulces y amorosos a envolverla por todas partes! En fin, habría que esperar, aguantarse y tener paciencia.
Volvió a tumbarse y se quedó tan inmóvil que Watho no tuvo la menor duda de que se había desmayado. Estaba casi segura de que moriría antes de que a la noche le diera tiempo a llegar para reanimarla.

EL REFUGIO

Watho dejó el telescopio enfocado en aquella dirección para poder volver a mirar por él al día siguiente, y abandonando su atalaya, bajó a las habitaciones de Fotogén. Se encontraba mucho mejor, y antes de que Watho diera por concluida su visita, ya había decidido escaparse del castillo aquella misma noche. La oscuridad, desde luego, era algo terrible, pero Watho era más terrible que todas las sombras del mundo juntas, y de día no podía escaparse.
Así que en cuanto la casa fue invadida por el silencio, se abrochó el cinturón, enganchó en él su cuchillo de caza, puso en su morral un poco de pan y una cantimplora de vino, y cogió el arco y las flechas. Salió aprisa del castillo e hizo de una sentada el camino de subida hasta el llano. Pero ya fuera por las secuelas de la enfermedad, el terror a la noche o la aprensión ante la posibilidad de que le atacara una bestia salvaje, el caso es que cuando llegó a lo alto no era capaz de dar un paso más y se dejó caer en la hierba, dispuesto a dejarse morir, porque no valía la pena seguir viviendo. A despecho de sus terrores, el sueño tuvo a bien apoderarse de él, así que quedó a su merced, inmóvil, tendido cuan largo era sobre la suave alfombra de césped.
No llevaba mucho tiempo durmiendo, cuando abrió los ojos invadido por una sensación tan rara de serenidad y protección que se imaginó que debía de estar despuntando al fin el alba. Pero era noche cerrada en torno suyo, y en cuanto al cielo... ¡pero no, si no era el cielo, eran los ojos azules de su náyade que se inclinaban sobre él! Otra vez estaba acostado con la cabeza en su regazo, y de ahí le venía el bien, porque estaba claro que la chica tenía tan poco miedo de la noche como él del día.
-Gracias -le dijo-. Eres como una armadura viviente para mi corazón, lo proteges del miedo. He estado muy enfermo desde la última vez que te vi. ¿Has salido del río cuando me viste cruzar?
-No vivo dentro del agua -contestó ella-. Vivo bajo la pálida lámpara y duermo bajo la brillante.
-¡Claro, ahora lo entiendo! -replicó él-. Si lo hubiera entendido la última vez que te vi, me hubiera portado de otra manera. Pero creí que te estabas burlando de mí, de mi miedo; pero es que no puedo remediar que me asuste lo oscuro, es mi manera de ser. Te pido perdón por haberte abandonado como lo hice, pero ya te digo, es que no entendía. Ahora creo que estabas realmente asustada, ¿lo estabas, verdad?
-Ya lo creo que lo estaba -contestó Nycteris-, y lo volveré a estar. Pero lo que no me cabe en la cabeza es de qué te asustaste tú. Debes saber que la oscuridad es la cosa más dulce, amable y acogedora, como de terciopelo. Te aprieta contra su pecho y te arropa. Hace un rato, yo me sentía morir, tirada inmóvil bajo tu lámpara de fuego. ¿Cómo dices que se llama?
-El sol -murmuró Fotogén-. Por cierto, a ver si se da prisa en salir .
-¡Ay, por favor, no pidas eso! No le metas prisa, hazlo por mí. Ya has visto que yo te cuido cuando se pone oscuro, pero no tengo quién me defienda a mí de la luz. Pues como te iba diciendo, estaba tirada bajo el sol y medio muerta. Pero de pronto respiré hondo, porque un viento frío vino a correrme por la cara. Me destapé los ojos. La tortura había cesado, porque la lámpara mortal ya no estaba. Aunque creo que no muere, solamente se va, para hacerse luego todavía más brillante. Se me había pasado el dolor de cabeza, y había recuperado la vista. Sentí como si volviera a nacer. Pero no me levanté en seguida porque estaba cansadísima. La hierba se iba refrescando en torno mío y dulcificando su color. Caía un poco de humedad, y poco a poco me fui sintiendo tan a gusto que me puse de pie y salí corriendo. Y cuando llevaba un rato corriendo, de pronto te encontré aquí tirado, igual que estaba yo un rato antes. Así que me senté a cuidarte, hasta que tu vida (que para mí es muerte) vuelva a asomar .
-¡Qué dulce y buena eres, hermosa niña! ¡Mira que haberme perdonado en seguida, casi sin pedírtelo! -exclamó Fotogén.
A partir de ese momento se inició entre ellos una conversación más larga, y Fotogén le contó todo lo que sabía de su propia historia, a lo que correspondió Nycteris con la narración incompleta de la suya. Y convinieron de común acuerdo que tenían que escaparse de las garras de Watho y marcharse lo más lejos posible.
-Y tenemos que marcharnos cuanto antes -dijo Nycteris. -Sí, en cuanto amanezca --contestó Fotogén.
-No tenemos que esperar a que amanezca -dijo Nycteris-, porque yo de día no soy capaz de moverme. ¿Y qué vas hacer tú solo en cuanto llegue la noche? Además, que Watho ve mejor de día. Así que tienes que levantarte ahora, Fotogén, ahora mismo, venga.
-No puedo, no me atrevo -dijo Fotogén-. Soy incapaz de moverme. En cuanto levanto un poco la cabeza de tu regazo, me pongo enfermo de miedo.
-Pero si voy contigo -dijo Nycteris dulcemente-. y te cuidaré todo el rato, hasta que salga tu horroroso sol. Entonces me puedes dejar y escapar corriendo lo más lejos que puedas: sólo te pido que me escondas en algún sitio oscuro, si encontramos alguno.
-¡No volveré a abandonarte nunca, Nycteris! -exclamó Fotogén-. Espérate sólo un poco a que salga el sol, y me devuelva toda mi fuerza, y partiremos juntos, y nunca nos separaremos ya más, nunca, nunca.
-No, no -insistía Nycteris-, nos tenemos que ir ahora mismo, y tú tienes que aprender a ser fuerte por la noche igual que por el día, porque si no nunca vas a pasar de ser un valiente a medias. Yo ya he empezado, no te digo que a vencer al sol, pero sí a intentar hacer las paces con él, y entender su naturaleza y su trato conmigo, si me quiere hacer daño o ayudarme. Pues tú lo mismo tienes que hacer con mi oscuridad.
-Pero es que tú no sabes los animales tan terribles que viven en aquella parte del sur -dijo Fotogén-. Tienen enormes ojos verdes, y te devorarían de un solo bocado, querida niña, como si fueras un tallo de apio.
-Venga, no será para tanto -dijo Nycteris-, o tendré que fingir que te dejo solo, a ver si me sigues. Ya he visto esos ojos verdes tan grandes de que hablas, y no te preocupes, que te protegeré de ellos.
-¿Tú? ¿Y cómo te las vas a arreglar? Si fuera de día, el que te protegería sería yo, hasta del más feroz de ellos. Pero en el estado en que me encuentro, no soy capaz ni tan siquiera de verlos con esta oscuridad abominable. No vería ni tus preciosos ojos, si no fuera por la luz que nace de ellos, una luz a través de la cual se entra en el cielo. Son ventanas en el mismo cielo, más allá del firmamento. Me parece que son la cuna misma en la que nacen las estrellas.
-Pues si no te levantas ahora mismo, los cierro -dijo Nycteris-, y no los vuelves a ver hasta que seas bueno. Venga, si tú no puedes ver las fieras salvajes, yo sí puedo.
-¿Que tú puedes? ¿Y todavía me pides que te siga? -exclamó Fotogén.
-Sí -contestó Nycteris-. Y más todavía, las veo antes de que ellas puedan verme a mí, por eso te digo que te puedo proteger.
-¿Pero cómo? -insistió Fotogén-. No sabes disparar un arco, ni empuñar un cuchillo de caza.
-No, pero puedo quitarme de su camino. Fíjate, precisamente hace un rato, antes de encontrarte, me estaba divirtiendo con dos o tres de estas fieras. Las veo y las huelo mucho antes de que se me acerquen, mucho antes de que puedan ellas verme o husmearme a mí.
-¿No estarás viendo o husmeando alguna ahora, verdad? -preguntó Fotogén, un poco inquieto, mientras echaba mano de su arco.
-No, ahora no. Pero voy a echar una mirada -replicó Nycteris.
Y al decir estas palabras, se levantó.
-¡Oh, no, no me abandones, no me dejes solo ni un momento! -gritó Fotogén, entornando los ojos en la oscuridad para no perder de vista su rostro.
-Cállate, que nos pueden oír -contestó ella-. El viento viene del sur, y no nos pueden oler. De estas cosas sé yo mucho, lo he aprendido. Desde que llegó la bendita oscuridad, me he estado divirtiendo bastante con las fieras esas, cambiando de sitio de vez en cuando, según cambiaba el viento, y dejando que me husmeara un poco alguna de ellas.
-¡Qué horror! -exclamó Fotogén-. Espero que no se te ocurra volver a hacer una cosa así. ¿y qué pasó?
-Pues que la fiera dio la vuelta en aquel mismo instante con sus ojos como llamas y se dirigió hacia mí, pero recuerda que no me podía ver, y que en cambio yo, que tengo mejores ojos, la podía ver perfectamente, y correr en torno suyo, y olerla. y por fin me di cuenta de que ni me veía ni me podía encontrar. Ahora es buen momento; si el viento cambiara y soplara de aquel otro lado, tendríamos una manada entera de esas fieras detrás de nosotros, obstruyéndonos el camino. Por eso te digo que nos tenemos que ir ahora.
Le agarró por la mano y le ayudó a levantarse. Echaron a andar, y ella le iba guiando. Pero el paso de Fotogén era inseguro y débil; a veces, a medida que la noche avanzaba, daba la impresión de que se iba a caer.
-¡Estoy tan cansado, querida niña! ¡Tan cansado y tan asustado! -decía.
-Apóyate en mí -le contestaba Nycteris pasándole el brazo por la espalda o acariciando sus mejillas-. Anda, unos pasos más. Cada paso que nos aleja del castillo es una verdadera victoria. Apóyate bien en mí. Soy bastante fuerte y además ahora me encuentro en forma.
Continuaron su camino. Los penetrantes ojos nocturnos de Nycteris divisaron no pocos pares de otros tantos de color verde, refulgentes como agujeros en la oscuridad, y varias veces dio un rodeo para no ponerse en su camino. Pero nunca le dijo a Fotogén que los había visto. Cuidadosamente le evitaba los lugares escabrosos, llevándolo por los tramos donde la hierba era más, blanda y tupida, sin dejar de darle amable conversación a medida que avanzaban. Le iba encomiando la belleza de las flores y las estrellas, le explicaba lo cómodas que parecían encontrarse las flores en su lecho verde y qué felices las estrellas en el suyo azul.
Según iba acercándose el día, él se sentía cada vez mejor, aunque estaba cansadísimo de andar y se resentía de la falta de sueño, sobre todo saliendo, como salía, de una larga enfermedad. También Nycteris empezaba a fatigarse, en parte por el continuado esfuerzo de conducir y animar a Fotogén, y en parte por el creciente miedo a aquella luz que comenzaba a rezumar por la parte este. Hasta que, incapaces tanto ella como él de ayudar al otro e igualmente exhaustos, se detuvieron como de mutuo acuerdo. Se quedaron allí abrazados en medio de la anchurosa y verde pradera, sin poder ni él ni ella dar un paso más, apuntalado cada uno solamente por la vacilante debilidad del otro, apunto de caerse en cuanto este soporte se moviera un poco. Pero mientras ella se iba debilitando, él poco a poco recuperaba fuerzas. Cuando la marea de la noche empezó a retirarse, subió la del día, y ahora ya el sol corría a asomar por el horizonte, naciendo entre aquellas olas espumeantes. Y, como siempre que esto ocurría, Fotogén revivió. Hasta que el sol irrumpió en el aire en toda su plenitud, como un pájaro escapado de la mano del Padre de todas las Luces. Nycteris dio un grito de dolor, y se cubrió el rostro con las manos.
-¡Pobre de mí! -suspiró-. ¡Estoy tan asustada! ¡Cómo hiere esta luz tan cruel!
Pero en el mismo momento, vino a atravesar su ceguera la risa triunfal de Fotogén, y en seguida sintió que era levantada en vilo.
Ella, que se había pasado toda la noche cuidando de él y protegiéndolo como a un niño, estaba ahora acurrucada en sus brazos, con la cabeza apoyada en su hombro, y se sentía también mimada como un niño. Pero se sentía también superior, porque habiendo sufrido más, no tenía miedo de nada.

LA MUJER LOBO

En el mismo momento en que Fotogén cogía en brazos a Nycteris, el telescopio de Watho estaba recorriendo airadamente la llanura. Lo apartó con ademán rabioso, se metió y corrió a encerrarse en su habitación. Se embadurnó de la cabeza a los pies con cierto ungüento, se soltó la roja cabellera y se la ató alrededor de la cintura. Luego se pusó a bailar. Daba vueltas, cada vez más deprisa, cada vez más furiosa, hasta que acabó echando espumarajos por la boca. Cuando Falca entró a buscarla, no la pudo encontrar por ninguna parte.
A medida que el sol iba subiendo, el viento cambiaba poco a poco de dirección, hasta que empezó a soplar directamente del norte. Fotogén, que seguía llevando en brazos a Nycteris, notó que cuando estaban llegando ala entrada del bosque, ella rebullía inquieta contra su hombro.
-Estoy husmeando una fiera salvaje -le dijo al oído-. Llega por donde sopla el viento.
Fotogén se volvió y miró en dirección al castillo. Entonces vio una mancha oscura que se acercaba por el llano. La veía crecer bajo su mirada, porque surcaba la hierba a la velocidad del viento. Cada vez la tenían más cerca. Parecía un animal delgado y menudo, pero podía dar esa impresión a causa de su misma velocidad. Dejó a Nycteris debajo de un árbol, amparada por la oscura sombra de su tronco, agarró su arco y sacó la más larga, afilada y potente de las flechas. Justo cuando la estaba tensando, se dio cuenta de que el animal que se le venía encima era un lobo espantoso. Sacó el cuchillo de la vaina, dejó medio preparada otra flecha por si acaso fallaba con la primera, y se preparó a disparar, todavía a cierta distancia, para dar cabida a una segunda oportunidad. Disparó. La flecha salió hacia arriba, voló en línea recta y por último fue a clavarse de lleno contra la fiera. Pero volvió a salir despedida y doblada en forma de u ve. Fotogén agarró la otra flecha, disparó, tiró el arco y empuñó el cuchillo. Pero esta vez la flecha había alcanzado al animal en mitad del pecho y se había hundido en él hasta las plumas. Se tambaleó sobre los talones y se desplomó en tierra de espaldas, con un ruido sordo, dio un alarido, y, tras dos o tres espasmos, se quedó tendida, rígida e inmóvil, cuan larga era.
-¡La he matado, Nycteris! -exclamó Fotogén-. Es un lobo rojo y enorme.
-Gracias, menos mal --contestó Nycteris desde detrás del árbol con voz débil-. Estaba segura de que lo lograrías. No tenía el menor miedo.
Fotogén se acercó al lobo. Era un auténtico monstruo. Pero como le daba rabia haber fallado con la primera flecha, que tan mal le había respondido, no tenía ganas de perder aquella cuyos resultados habían sido tan buenos, así que se inclinó, tiró de ella fuertemente y la extrajo del pecho de la fiera. ¡No podía dar crédito a sus ojos! Lo que acaba de aparecer bajo ellos no era un lobo, sino Watho en persona con su roja cabellera anudada alrededor de la cintura. Creía la malvada bruja haberse vuelto invulnerable con su ungüento, pero olvidó que el día que entró en el cuarto de Fotogén para martirizarlo, había estado manoseando una de sus flechas, ésta que le había causado la muerte.
Fotogén corrió al lado de Nycteris a contárselo todo. Ella se estremeció y rompió en llanto, pero no quiso mirar.

FINAL FELIZ

Ya no tenían motivo para seguir escapando. Ni él ni ella temían a nadie más que a la bruja Watho. La dejaron allí y emprendieron el regreso. Una nube enorme cubrió el sol, y empezó a caer una lluvia copiosa. Nycteris notó un gran alivio, empezó a ver un poco mejor, y con ayuda de Fotogén iba andando despacio, notando bajo sus pies la hierba blanda y húmeda.
No habían andado un trecho muy largo, cuando se encontraron con Fargu y su grupo de cazadores. Fotogén les contó que había matado a un enorme lobo rojizo, y que había resultado ser madame Watho. Los cazadores parecieron entristecerse, pero la alegría se traslucía en su gesto.
-Voy a ir -dijo Fargu-. Tengo que enterrar a mi señora. Pero cuando llegaron al lugar, se encontraron con que ya estaba medio enterrada, repartida por el buche de distintas fieras y aves de rapiña a quienes había servido de pasto.
Entonces Fargu, como jefe de los cazadores, aconsejó a Fotogén, con muy buen acuerdo, que fuera a la corte a ver al rey para contarle toda la historia. Pero Fotogén, con mejor acuerdo todavía, repuso que no lo haría hasta que se hubiera casado con Nycteris.
-Porque así -añadió-, ni el mismo rey nos podrá separar, y si hay en este mundo dos personas que no pueden vivir la una sin la otra, ésas somos Nycteris y yo. Ella me ha enseñado a ser valiente en la oscuridad, y yo le he servido de apoyo hasta que ha podido soportar un poco mejor el fuego del sol, que ayuda a ver, pero no ciega.
Se casaron aquel mismo día, y al siguiente partieron de viaje para ver al rey y contarle toda aquella historia. Pero a quienes se encontraron en la corte fue a los padres de Fotogén, que gozaban ambos del más alto favor tanto del rey como de la reina. Aurora estuvo a punto de morir de alegría, y contó a la joven pareja cómo Watho le había mentido vilmente, haciéndole creer que había parido un hijo muerto.
Nadie fue capaz de dar razón ni del padre ni de la madre de Nycteris. Pero cuando Aurora vio en el rostro de aquella encantadora muchacha sus mismos ojos azules, como brillando entre nubes y a través de la noche, pensó que a veces pasan cosas raras, y se preguntó si no podría ser que incluso los seres más pérfidos no pueden a veces servir de enlace entre las cosas buenas. Así, a través de Watho, aquellas dos madres que nunca se habían visto una a otra, habían intercambiado el color de ojos de sus hijos.
El rey entregó como regalo a los recién casados el castillo y las tierras de Watho, y allí vivieron, y siguieron enseñándose cosas uno al otro, durante muchos años, que no se les hicieron largos, y cada día que pasaba, Nycteris amaba más el día, porque era el ropaje y la corona de Fotogén, y vio que el día valía más que la noche, y el sol era más soberano que la luna, y Fotogén llegó también a encariñarse con la noche, porque era la madre y el hogar de Nycteris.
-Y además, quién sabe -le solía decir Nycteris a Fotogén- si cuando nos vayamos de aquí no iremos a entrar dentro de un día mucho más grande que tu día, de la misma manera que tu día es mucho más grande que mi noche.

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