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jueves, 30 de mayo de 2013

El árbol del chuncho n° 25

El árbol del chuncho n° 25

Alvaro Ique Ramírez.

Álvaro Ique Ramírez / Iquitos - Fort Myers EEUU


NO QUIERO QUE ME QUIERAS

           «Atendiendo al anhelo de fuga y sin dar mayor relieve al amor iba a pasar las horas en El Gallo, una pequeña cantina a donde iban por la última caña los noctámbulos más acariñados con el alcohol, los folk-hero de la noche».

Elvira se sentía en la gloria porque el destino o lo que fuere se había portado bien con ella halagándola con el amor, desde entonces vive como una gata maullando en el tejado. El causante de semejante desbarajuste se llamaba Marcelo, un futre de buenas maneras que no fumaba y que siempre estaba arrimando una silla cómoda a los demás como si fuera un objeto artístico para que entendiéramos el oficio del carpintero. Era pintor de mundologías casi increíbles que haría correr de espanto a la Virgen. Uno de esos artistas locos que un día va a arder en el averno. Pero  lo que le hacía más valioso salía de los ojos de Elvira que lo veía como un galán extraído de un guión cinematográfico. Ella lo quería con loco frenesí y juraba sentirse amada por los cuatro costados  como ama un condenado a muerte: robándole oxígeno a la vida y sí; su Marcelo, sin importarle que se embadurne con pintura, era un tipo gentil y cariñoso, y sobre todo sincero; y no como un turro de esos que engañan a las mujeres con el cuento de los buenos sentimientos. Se habían puesto al lado del amor como dos seres que sabían comer con las manos: ella, velozmente, él, con monotonía. Ella, dando. Èl, poniendo y quitando. La una, entregando su flor oscura, húmeda; el otro, otorgando su espiga tónica. O eso creía ella. No eran  gente hermosa y exuberante. Ellos  eran seres normales «algo oscuros» derrotados un poco por el desarraigo y que no les quedó otra cosa que entreverarse en un país ajeno y extraño pero que Elvira llamaba «verídico y perfecto». Era tal su convencimiento que aseguraba «esto es una locura del cielo: estoy viviendo en el paraíso de los sueños donde todas las ilusiones son posibles, incluso, tener una cartera Louis Vuitton». Al mirarse en un espejito ambos sabían de rebote que eran un hombre y una mujer sin roles melodramáticos que no necesitaban vivir alabando espectacularidades del idilio como si fuesen pinturas vivientes en pro del repertorio amoroso. Èl no era Romeo Montesco ni ella Julieta Capuleto, no eran esas vidas dolorosas conectadas con la muerte que no pudieron vanagloriarse con el amor, el erotismo y la lujuria. Y sabían que ni tocando la teta izquierda de la estatua de Julieta en Verona, tendrían suerte en el amor. (El amor no consiste en la «creencia» de la suerte). En oposición al temperamento shakesperiano el amor es un desajuste sin medida de los sentidos y del espíritu, y no esa cosa fenomenal que llaman el arquetipo idílico del amor sobre la tierra; lo digo yo que vivo en la península del amor trágico.

Marcelo y Elvira eran gente contemporánea, liberales, gozadores de los placeres de la vida y del amor que les daba escalofríos las uniones arregladas en India donde igual da la clase baja que la alta, y que no es raro que las mujeres casadas amanezcan muertas en sus camas pero lo más seguro es que sus maridos las quemen en sus cocinas. Se horrorizaban con esta pregunta: ¿de qué sirven el cortejo y tanta pompa si «todo» de antemano está arreglado por una sociedad de castas, reduccionista, cínica y brutal, déspota y violenta? Recuerdo vagamente que Marcelo en una oportunidad me habló de los escándalos monárquicos como un gran hallazgo, y finalizó diciéndome: «en Francia, en tiempos del cardenal Richelieu, duque de Fronsac, el amor era indulgencia de los nobles, la plebe se arreglaba con cualquier cosa y así seguía su soterrada vida la miserable chusma, ¡figúrese usted!»

Elvira y Marcelo no eran víctimas discretas o prominentes del pecado mortal del amor y los desafueros de la razón ─las víctimas son tan mentirosas como persuasivas─, pero se notaba que vivían al borde, alelados, como pichones apachurrados sobreviviendo al pelotón de fusilamiento. Ella más que nadie. Así lo percibía él.

Elvira era una trigueña coqueta que no podía negar su presencia. En cuanto sentía que la miraban trataba de parecer más bonita. Andaba siempre con una taza de café. Cocinaba regiamente y se codeaba con muchas cosas: el salón de belleza, las tiendas que le pasmaban, los novelones y paparruchadas de la televisión basura, no le faltaban crisis y fobias en su oficio y las jugadas sucias de la vida a prueba de balas.
Pero todo eso era lo de menos. O eso creíamos porque el amor que andaba en mangas de camisa había quemado el pastizal de su piel y le hacía cosquillitas todo el tiempo en el corazón. No se le podía ver la cara porque estaba inundada de arrebol y ni echándole agua helada su boca rosada se enfriaba. Elvira no se defendía del amor; ni falta que le hacía. Si supiera usted que de atrás para adelante y viceversa un torbellino de pasión había acentuado su figura. Se estaba volviendo un cuerpo de rechupete con 50 grados a la sombra pero también en cráneo nervioso  que  anoche a las 9:45 de improviso le increpó a su galancete: «¿Tienes algún problema sentimental, amorcito?»; a Marcelo la pregunta lo agarró como si estaría cayéndose al río pero enseguida se repuso y dijo: «¿y eso?»; muy linda ella respondió, «eres enormemente increíble… vas por la vida como si el mundo y yo no existiéramos, siempre estás con el ánimo seco y con la pavada ésa de pintar en trance; en cambio yo para no meter la pata te soporto y comprendo…y como una huevona me pongo a crear mundos paralelos. No es que hable por hablar ni empiece a bordarte un pleito, Marcelo, en dos, tres ocasiones estuve pensando en tu falta de entusiasmo y en mi debilidad por ti que reprochan mis amistades; dime, ¿tú crees que algún momento esto funcionará como un tren yendo rápido y parejo?» No le cayó nada bien lo último que escuchó, por lo mismo, pensó muy en el fondo, «puta me quiere atarantar».  Elvira siguió con su taco de preguntas, «¿por qué no vamos de parranda de vez en cuándo? Llévame al Meneíto o al Maringo Club, ese antro en Palm Beach Boulevard. Bailemos apapachados o simplemente vayamos a mover el culo y las patas con algo de tribal, tex-mex y quebraditas, y si por ahí sale un tango bailaría como una señorita de Buenos Aires y no como una atorranta endiosada como son las de Córdoba. (Que nunca pongan un valsecito peruano, dicen que esa música es más peligrosa que el vómito negro; alma en pena o peruano que lo oye en el extranjero se pega un tiro o se corta las venas; cosas de la nostalgia y del terruño, le llaman). ¡Vamos a bailar! Anímate, pichón, antes que te lleve el huracán. Y si a ti te da igual comer en la cama, a mi, no; para mi la calle es importante. Ahí está la vida y en las tiendas. ¡Ah!, qué lindas las tiendas. Los ojos se me van en las tiendas con tanta ropa bonita y a la moda. Ando maravillada con el bendito botox y con el auténtico kleenex (¡qué delicado que es!), ¡estoy contenta, contenta!, ¡am glad, am glad!; me encantan los anuncios de neón y los restaurantes, aunque sea sólo para comer papas fritas con kétchup, me gusta el panqueque (¿y la tortilla, ricura, dónde quedó? Am sorry, men);  y me enloquece rodar el Chevy aunque sea con el tanque casi seco. ¿No te importa ─preguntó con el mentón temblándole─ ir conmigo a la calle atendiendo mis deseos? No. No te importa ─se respondió, retorciendo su boca─. Nunca me festejas ni salimos juntos. Esas escapadas donde tus amigotes, ni los cuentes: no tienen nada de chévere, son puras engañifas, borracheras con babas, mucho vidrio roto y nada de merengue. Y por si fuera poco ni cayéndose tu pelo tienes una frase cariñosa pasada por agua tibia». Marcelo no contestó, qué va contestar. De pocas palabras como su papá él opta por el silencio como una fórmula evasiva sin consuelo y esperanza que consiste en «hágame el favor, con su permiso»; y no la palabra que aclara o aniquila: «boca ¡sálvame!, antes que me coman con los ojos». Por eso, callado se defiende mejor aunque los demás piensen lo que les parezca. Pero ella siguió soltándole los perros, «Marcelito» ─lo decía con ese tonito de malandrina cuando intuía que había tocado carne─. «Marcelito, una no se va a afinar por gusto y deseo solamente, una se afana por alguien porque tiene cama y agua que compartir pero no vayas por el mundo ignorándome  como un querubín despeinado por las meseras que te huelen el pedo y que no son más que putillas de restorán, y no  me dejes hablando sola; no seas pendejo que sonsa no soy».

 Como salido de un folletín rosa él la miraba como a un pavorreal enojado picoteando hígado de bacalao y la remiraba con los ojos bien abiertos y veía que era una gardenia cubierta de veneno. Los nervios le rozaron la cara y tuvo vértigo y no sabe cómo pero en ese instante fue un hombre malo: deseó que algún sistema mágico y esotérico la convirtiera en un axolotl dentro de un acuario. «Sé lo que estás pensando ─dijo entradora, pillando sus malas intenciones─,  no soy el monstruo que te va a comer vivo ni la domadora de leones que te va a chicotear las canillas y tu pija arrugada. ¿Quién soy yo para acarrearte desgracias? El asunto es que no te defines; o eres un voluble que por ahí tienes un calentado con alguna tramposa. Marcelito, mírame de cuerpo entero: Soy una mujer enamorada que no ha perdido la visión, y te consta». «Sí. Basta mirar el resplandor en tu cara ─pensó inmediatamente Marcelo─, y eso me jode, mujer. En este mundo de hombres, así como eres una mujer orgásmica eres una mujer agresiva, dominante, que valora su maquillaje como pintura de guerra y está bien que seas así: fuerte, decidida, batalladora; sólo espero que no seas una asesina psicológica». Eso fue todo lo que resonó en su mente. No es que le falte pólvora para estallar o lengua que sepa jugar con las palabras. El no es un vencedor ni mucho menos tiene la «desgracia» de ser perseverante para explicar sus pensamientos y pesimismos; pero algo salió de sus labios debajo de un bigote negro, parejo como una línea política radical: «lo menos que quiero es causarte daño y verte sufrir y dejarte mal parada. No voy a hacer lo que hacen todos: fingir como un malvado. No tengo nada que dar. No me enloquezcas, por favor. Discúlpame, pero yo te dije: Elvira, no quiero que me quieras, pero tú…». 

Ella tuvo ganas de contestarle con palabrotas tal como se hace con un fifiriche: «óyeme, gran huevón, ¿por qué no te vas un poco a la concha de tu  madre?» Prefirió decir: «¿eso es todo? Sería genial que me dijeras algo más, me sacas de quicio y, ¿sabes?, tus silencios grandes y chicos me atosigan, así es que te los vas metiendo con una enema por donde tú ya sabes, a ver si así desembuchas algo más si no quieres una próxima requintada de madre». Si hubiese querido ser un poquito más faltona pudo rematar con esto: «…y tu disculpa me la paso por la cuca». Pero no lo hizo; esa cochinada sólo lo diría una ramera de cinco lucas. Un poco que la jodió, Elvira. Perdió los papeles, es decir, como si fuese una negra energúmena, el ímpetu le ganó. Ella era como las espías: nunca decía que era culpable y espía. Le daba pena pero qué se le iba a hacer. No se armó un  bochinche pero el ambiente estaba tenso. La mujer siguió jodiendo y el otro, chitón, nomás. «Tienes que decirme algo, Marcelo. Decirme que me quieres. Decirme que éste es el lugar. Decirme que vamos a organizar nuestras vidas. Decirme que aquí, aquí vamos a vivir y que no te vas a ir. Ya no vayas a la 41… pierdes tu tiempo paradote esperando que te caiga una que otra chamba de jornalero. Búscate algo de acorde a tu rol, no seas guache, mira que aquí hay tanta prosperidad tirada. Piensa: aquí puedes ser el artista que vive en tus sueños. ¡Vamos, dime! ¡Habla! ¡Dime aunque sea mentiras!... dime algo, cabrón, ¿o es que los gusanos te comieron la lengua? ¡Vomita algo, aunque sea mierda!»; terminó diciendo con furor cachaciento. Pero ahí no acabó su bronca. Al más puro estilo crapuloso, vociferó: «¡Qué horrible es vivir contigo en este puto mundo de Dios!»; a Elvira todo le sirve, incluso las imprecaciones divinas con tal de dejar constancia de su furia. Casi en su cara le dijo una diatriba más: «¡que pena!, con nada reaccionas. ¡Tarado!». A través de una lluvia fina de saliva que le cayó en la cara pudo ver que le estaba mostrando el dedo medio de la mano derecha y que se alejaba ligerita; en dos trancos estuvo en el comedor y su cólera lo desquitó con un plato de higos. Marcelo se quedó sólo enhebrando un collar de pensamientos: «Yo te dije Marcelo, “si no amas no sigas, el reproche te hará añicos”, Marcelo tienes el eje quebrado, así es que entre la idea del hartazgo y la atmósfera del vacío, elije el vacío ya que te va a dar una sensación que no se equipara con nada. Además, hace rato que perdiste el interés: ya no quieres evolucionar en el amor. Te pregunto: «¿Qué se habrá creído Elvira que se atribuye el don de la adivinación al decirte graciosamente “aquí puedes ser el artista que vive en tus sueños”? ¿Y qué es eso de “búscate algo de acuerdo a tu rol…?”; ¿tú, de fertilizante en éstas tierras, con papeles y todo?, por favor, Marcelo, no me hagas reír, mira que el agave no crece en cualquier lugar. Ahora mismo anda  a decirle clarito: Elvira, ¿por qué voy a cotejar tus ilusiones con mis frustraciones? ¿Y medir tu vigor con mi parálisis, como si fuesen reales? ¿Por qué voy a anillar mi vida con la tuya? ¿Y por qué el lastre que es mi vida tiene que ser un plagio de tu desmedido amor a estas tierras? Por último, antes que te desaparezca del mapa, lánzale esta pregunta, ¿por qué demonios no ayudas a terminar el muro en la pinche frontera y así dejas de joder? Anda muchacho, anda, y plántate en su cara, sacúdele la mata y luego dile: sin reproches, chao, nena».

El gusano de la conciencia se le resbaló por los hombros y se convirtió en el asqueroso bicho de la insidia o en todo caso era el demonio atizando los ánimos.

La encontró tal como se imaginó, devorando higos (siempre lo hace cuando está irritada y se ensucia la cara pero todo lo que es cara, como si fuese una pipiola).

─¿Y ahora, qué?
─Quiero que hablemos pero sin tantas ofensas.
─¡Vaya!, que el señorito hable, eso si es algo que me deja idiota, pero bueno, te escucho y si quieres te ayudo a pilotear tu vida.
─Me has caído encima con un montón de ataques que no he contestado pero no creas que tengo el culo repleto de cortesías…
─¡¿Qué cosa?!, aguanta tu carcacha, zonzo, y háblame bonito. Conmigo no te hagas el pendejo.
─¡Apágate, nena!, y aprende a escuchar ─le salió en una. En el sentido cómico, ambos parecían enfrentados en medio de un taller sexual, ella, con la paloma cuculí aleteando y él, con las pelotas al aire─ déjame hablar…
─Adelante, artista de vida ordinaria.
─Elvirita, si no enganchamos emocionalmente, menos todavía vamos a acoplar nuestros sentimientos; no tiene lógica…
─¿Y de cuándo acá el amor está embarrado con la mierda de la lógica?, a ver, dime.
─No empieces a rezongar, acaparadora de insultos…
─Mira trucho, yo empiezo cuando me da la gana, y digo lo que me da la gana y no jodas. ¡Enciéndeme nene y verás! ─tal como suena, de esa manera lo arrolló con su lengua de pesadas orugas, idéntica a la que se maneja Olinda “Piojosa”, la barriobajera esa que anda con la cartera llena de condones.

Qué boquifloja la Elvira. Qué cuajarón el Marcelo. ¿Cascabel y pericote? ¡Qué va! Son voluntades asustadas, errantes y desgastadas atenuando la carga existencialista que les tocó sin pedirlo. Obsesivos y solitarios, fugitivos disparejos atenazados por la psicosis defendiéndose rumiando soledades. Ahí nomás se acabó todo. Marcelo se quedó con los genitales fríos y sin poder abrir la boca. ¡Ah!, qué Elvira ésta, chabacana como siempre, y el Marcelo que era una melcocha de carácter se estaba convirtiendo en una plancha de hielo pero que no era un impedimento para  recordar vagamente que  sólo quería decirte, «no quiero que me quieras», gata melosa, no quiero. El amor que no prende no se exige. No quiero joderte con mi novela de trampas y de vagabundo de mal vivir. No quiero que te acerques más mostrándome la cima ovalada de tu cucarda ─juntó los índices como apareándose─, conmigo las dudas van por los aires, es decir, voy a seguir como un hijueputa destruyendo el amor no por un guiso de lentejas, sino, por tres hectáreas de uva, un pomo de vodka, tal vez, o por gusto y por nada; antes que una asesina de hombres acabe conmigo…». Estaba de lo mejor recordando qué iba a decirle a Elvira, cuando empezó a ver visiones o eso parecía y sus pensamientos cambiaron: «¿de dónde apareció María Félix que mató a Agustín Lara con el puñal del olvido? Está hablando, Elvira, la doña te está diciendo, “hoy día estás enamorada de un chambón y mañana, ¿quién sabe?”, respóndele algo. El maestro Agustín, pobrecito, está debajo de esta hechicera completamente desnudo de existencia y lleno de soledad. ¡Ay, vida! ¡Ay, maldita muerte!, ¿acaso no saben que Agustín Lara fue un activista del amor y el cargador de los anhelos mal correspondidos y el esqueleto con más fracturas en el alma? ¡Aléjate, María Félix! ¡Regresa al paraíso de tus infiernos! No quiero verte María Félix o Elvira, o como te llames. Felicidad nociva. Opio tónico. Pájara endemoniada. Baraja y encontronazo furibundo contra la exquisita educación y las buenas costumbres. Epifanía robada a los cristianos para adorar a una tal María Bonita, arpía con garras de acero y un corazón como una mancha confusa..»; «¡hey, ¿estás ahí?, ¡contéstame, turro!»; escuchó a lo lejos a Elvira ya que él estaba ensimismado en sus ideas, casi flotando en estado cataléptico.  Elvira volvió a la carga. Esta vez con la indignación encimándole el rostro dijo con toda su bocaza: «¡Cuando Dios te ponga lengua, hablamos. Sino, no, zoquete». Levantó el culo, retiró la silla y se fue al váter a hacer pipí. Toda ella preciosa hasta el copete entre las preciosas más indignadas. ¡Já!

Como se quedó solo y sin saber qué hacer dentro de las cuatro paredes del pequeño departamento, Marcelo abrió la puerta y salió.

Atendiendo al anhelo de fuga y sin dar mayor relieve al amor iba a pasar las horas en El Gallo, una pequeña cantina a donde iban por la última caña los noctámbulos más acariñados con el alcohol, los folk-hero de la noche.

Marcelo no estaba a la búsqueda de un premio que provenga del estanco del amor. Tampoco para enjabonar la palangana ni queriendo averiguar sobre la eterna durabilidad de los prostíbulos. Nunca fue putañero. Y nunca se preguntaba, ¿cuántos amigos tengo? El estaba listo para irse en cualquier momento. A él le daba igual la playa que el páramo. «En este arrabal ─decía sin ningún reproche─ la vida que has de vivir, es la fama que has de tocar». A él el amor lo denigró y le hizo trizas, y para que las culpas pesen menos en su billetera sólo carga fotos de sus hijos.

En dos días organizó su huída. Así como llegó a estas tierras, cruzando el río, así se va a largar y a donde quiera que vaya seguirá siendo un fugitivo de la vida y de la ley del amor. Pero antes va a dejar cortando la alambrada. Y antes de eso va a participar en una exposición colectiva titulada «IN MEMORIAM ÓSCAR DOMÍNGUEZ». Sus cuadros (9) ya entregó al galerista y con él arregló lo siguiente: el dinero que le corresponda por la venta de sus obras debe entregarle a Elvira y aquellos que no se vendan, donarlos al manicomio, «yo no voy a estar aquí para recogerlos y ése es el mejor lugar para preservar la salud del arte», dijo con toda seguridad. Quien estaba segura de lo que iba a pasar era Elvira. No era por despecho; era un asunto de arte y de prestigio: a ella nadie, nadie, pero lo que es nadie, le gana con los pinceles, y nadie, juraba, lo que es nadie, opaca sus obras. «Además ─decía, convencidísima─, todavía no ha nacido el hijo de puta que me gane en el arte de la pintura»; diciendo esto cargó en su cartera imitación cuero una tijera filuda que venía en un primoroso estuche cubierto de seda negra, y dijo amorosamente a sus hijas, dos linduras adolescentes que no se cansaban nunca de parlotear desde esos endemoniados inventos llamados móviles: «tesoros, acompáñenme a la exposición que esta noche mami va a brillar. Esta noche, es la noche de mamá».

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