Epílogo traidor
Julio Ramón Ribeyro
Cuando hace cerca de un año el doctor Wolfgang A. Luchting me pidió que epilogara Pasos a desnivel, su libro de ensayos sobre literatura peruana, le respondí en forma muy vaga, con el propósito de eludir oportunamente ese compromiso. Me parecía en realidad poco delicado comentar un libro en el que había varios artículos sobre mí, más aun cuando muchas de las apreciaciones del autor me resultaban inadmisibles. Pero hace poco el doctor Luchting tuvo un gesto tan poco usual que todos mis escrúpulos desaparecieron: me autorizó a decir en el epílogo todo lo malo que pensaba de él y de su libro. En estas condiciones debo confesar que he aceptado el convite con gratitud y hasta con placer. Antes que nada me parece necesario decir algo acerca de mi amistad con el doctor Luchting (la que me autoriza, pienso, a omitir en adelante el tratamiento de doctor).
El origen fue una discusión que tuvimos en un restaurante de París en 1954. Luchting –a quien el arquitecto José García Bryce me acababa de presentar– sostenía que no había un escritor que ocupara un lugar equivalente en Francia al de Goethe en la literatura alemana. Por espíritu de contradicción aduje que ese escritor era Victor Hugo. Luchting encontró ridícula mi observación y sobrevino una áspera polémica que, como toda confrontación de este tipo, terminó tres horas más tarde por una vía completamente imprevista, con una desaforada disputa acerca de la hotelería suiza. Había olvidado decir que toda la querella se desarrolló en francés, lengua que ambos hablábamos entonces deplorablemente. Fue por ello que cuando al año siguiente nos encontramos en Múnich, Luchting me propuso que debíamos buscar otro terreno lingüístico para nuestro diálogo y no había nada mejor para ello que utilizar nuestras respectivas lenguas maternas.
De allí surgió la idea de intercambiar clases de español por clases de alemán, lo que en unos pocos meses nos permitiría usar ambos idiomas para dilucidar los temas en debate. Lo cierto es que, a los dos meses de clases combinadas, Luchting había aprendido suficiente español como para tenderme los sofismas más sutiles y yo andaba aún preguntándome, como hasta ahora, qué diferencia había entre un nominativo y un genitivo. Intervino aquí además un factor exógeno que no quiero perder la ocasión de mencionar. El doctor Alberto Escobar, a la sazón estudiante en Múnich, se enteró de que yo disponía de un profesor benévolo gracias al cual estaba haciendo, mal que bien, ciertos progresos. Resolvió entonces usurpármelo y para ello se valió del arte culinario de su esposa. En mis encuentros pedagógicos con Luchting yo no podía ofrecerle, soltero y mal becado como era, más que una modesta taza de café, pero Escobar apeló a todo su repertorio de la cocina peruana para atraerlo, y fue así como Luchting terminó por desertar para instalarse casi cotidianamente en el departamento de Escobar delante de suculentos platos de papa a la huancaína o ají de gallina. Escobar aprendió el alemán, Luchting mejoró su español y yo, por desquite, por aburrimiento, por decepción, me dediqué a conocer las cervecerías de Múnich y a escribir entre tanto mi novela Crónica de San Gabriel.
Me doy cuenta de que reseñar pormenorizadamente mi amistad con Luchting sería más bien un tema novelesco. Prefiero por eso renunciar a estas evocaciones para sacar una primera conclusión: el interés de Luchting por el Perú proviene de su amistad con García Bryce, Escobar y yo. Los tres, en diferente medida, le revelamos la existencia de un país, de una literatura, de una cultura tan diferente a lo que él había conocido a través de sus estudios y experiencias en Alemania y Estados Unidos, con la ventaja adicional de que ofrecía a su curiosidad de crítico un terreno poco hollado. Los tres, en consecuencia, somos corresponsables del “fenómeno cultural” Luchting y dejo esto bien sentado por si alguna vez tenemos que rendir cuentas por ello. Luchting es un extranjero al que le gusta el Perú. Prueba de ello es que todos los años, se encuentre en Europa o en Estados Unidos, va a pasar sus vacaciones en Lima. A los que como yo han elegido su residencia en Europa no debe extrañarles que un extranjero encuentre el Perú “vivible”. También nosotros nos radicamos a veces en países de los que huyen sus indígenas en desbandada. El extranjero soporta todos los defectos del país que elige porque sabe que no es su país. Su relación con el país elegido está viciada en su origen y eso mismo lo autoriza a no tomarlo muy en serio y muchas veces a no tomarse muy en serio, pues tiene la ilusión de estar llevando una vida condicional.
No sé hasta qué punto en el interés y en el gusto de Luchting por el Perú entra un poco de folclor. Pero sé positivamente que encuentra a los peruanos sumamente divertidos. Eso se debe no solo a que el forastero percibe mejor lo cómico inmanente peculiar de cada pueblo sino también a que, por ser un país culturalmente indigente, las posturas mentales adoptan entre nosotros un cariz marcadamente caricaturesco. De todos modos, el que encuentre al Perú divertido no le resta seriedad a su función. Le da por el contrario ese saludable distanciamiento que proviene del humor y le permite no tomar en consideración los estándares que los nativos han erigido y que respetan por pereza, conveniencia o temor.
El origen fue una discusión que tuvimos en un restaurante de París en 1954. Luchting –a quien el arquitecto José García Bryce me acababa de presentar– sostenía que no había un escritor que ocupara un lugar equivalente en Francia al de Goethe en la literatura alemana. Por espíritu de contradicción aduje que ese escritor era Victor Hugo. Luchting encontró ridícula mi observación y sobrevino una áspera polémica que, como toda confrontación de este tipo, terminó tres horas más tarde por una vía completamente imprevista, con una desaforada disputa acerca de la hotelería suiza. Había olvidado decir que toda la querella se desarrolló en francés, lengua que ambos hablábamos entonces deplorablemente. Fue por ello que cuando al año siguiente nos encontramos en Múnich, Luchting me propuso que debíamos buscar otro terreno lingüístico para nuestro diálogo y no había nada mejor para ello que utilizar nuestras respectivas lenguas maternas.
De allí surgió la idea de intercambiar clases de español por clases de alemán, lo que en unos pocos meses nos permitiría usar ambos idiomas para dilucidar los temas en debate. Lo cierto es que, a los dos meses de clases combinadas, Luchting había aprendido suficiente español como para tenderme los sofismas más sutiles y yo andaba aún preguntándome, como hasta ahora, qué diferencia había entre un nominativo y un genitivo. Intervino aquí además un factor exógeno que no quiero perder la ocasión de mencionar. El doctor Alberto Escobar, a la sazón estudiante en Múnich, se enteró de que yo disponía de un profesor benévolo gracias al cual estaba haciendo, mal que bien, ciertos progresos. Resolvió entonces usurpármelo y para ello se valió del arte culinario de su esposa. En mis encuentros pedagógicos con Luchting yo no podía ofrecerle, soltero y mal becado como era, más que una modesta taza de café, pero Escobar apeló a todo su repertorio de la cocina peruana para atraerlo, y fue así como Luchting terminó por desertar para instalarse casi cotidianamente en el departamento de Escobar delante de suculentos platos de papa a la huancaína o ají de gallina. Escobar aprendió el alemán, Luchting mejoró su español y yo, por desquite, por aburrimiento, por decepción, me dediqué a conocer las cervecerías de Múnich y a escribir entre tanto mi novela Crónica de San Gabriel.
Me doy cuenta de que reseñar pormenorizadamente mi amistad con Luchting sería más bien un tema novelesco. Prefiero por eso renunciar a estas evocaciones para sacar una primera conclusión: el interés de Luchting por el Perú proviene de su amistad con García Bryce, Escobar y yo. Los tres, en diferente medida, le revelamos la existencia de un país, de una literatura, de una cultura tan diferente a lo que él había conocido a través de sus estudios y experiencias en Alemania y Estados Unidos, con la ventaja adicional de que ofrecía a su curiosidad de crítico un terreno poco hollado. Los tres, en consecuencia, somos corresponsables del “fenómeno cultural” Luchting y dejo esto bien sentado por si alguna vez tenemos que rendir cuentas por ello. Luchting es un extranjero al que le gusta el Perú. Prueba de ello es que todos los años, se encuentre en Europa o en Estados Unidos, va a pasar sus vacaciones en Lima. A los que como yo han elegido su residencia en Europa no debe extrañarles que un extranjero encuentre el Perú “vivible”. También nosotros nos radicamos a veces en países de los que huyen sus indígenas en desbandada. El extranjero soporta todos los defectos del país que elige porque sabe que no es su país. Su relación con el país elegido está viciada en su origen y eso mismo lo autoriza a no tomarlo muy en serio y muchas veces a no tomarse muy en serio, pues tiene la ilusión de estar llevando una vida condicional.
No sé hasta qué punto en el interés y en el gusto de Luchting por el Perú entra un poco de folclor. Pero sé positivamente que encuentra a los peruanos sumamente divertidos. Eso se debe no solo a que el forastero percibe mejor lo cómico inmanente peculiar de cada pueblo sino también a que, por ser un país culturalmente indigente, las posturas mentales adoptan entre nosotros un cariz marcadamente caricaturesco. De todos modos, el que encuentre al Perú divertido no le resta seriedad a su función. Le da por el contrario ese saludable distanciamiento que proviene del humor y le permite no tomar en consideración los estándares que los nativos han erigido y que respetan por pereza, conveniencia o temor.
Veo que me he salido del terreno puramente anecdótico para entrar en el menos probable aún de las generalidades. Para dejar al fin ambos lugares diré una última palabra acerca de mis relaciones con Luchting: se pueden definir, en los últimos años, como una discusión permanente. Nos es difícil ponernos de acuerdo a veces hasta sobre el sentido de las palabras. Nuestras cartas son a menudo verdaderas requisitorias. Me sucede pensar que seguimos dialogando en lenguas que no conocemos. Todo lo cual no disminuye nuestro aprecio recíproco, pues, como dice muy bien un moralista, la amistad no se basa en una identidad de opiniones sino en la compatibilidad de caracteres. ¿Qué decir de Luchting como crítico?
Antes de responder abriré un nuevo paréntesis que espero sea el último. La crítica literaria es un género ante el que siento cada vez más perplejidad e incluso irritación. Lo que más me sorprende en ella es su carácter parasitario, el hecho de que no pueda existir independientemente de textos ajenos. “Literatura sobre literatura” se le llamó una treintena de años. Ahora los estructuralistas le han dado el nombre más imponente de “metaliteratura”. Al apelativo de parasitario habría que añadirle el de canceroso, por su tendencia a reproducirse ilimitadamente a partir de un texto original que se critica. Es deprimente pensar que si alguien quisiera hacer un estudio sobre Balzac sin olvidar una sola línea escrita sobre él, tendría que consultar, de acuerdo con las estimaciones bibliográficas más modestas, mil ochocientas obras entre bibliografías, estudios generales, interpretaciones, monografías y artículos. La crítica termina por cercar así, a las obras literarias, de una muralla de obras adventicias que dificultan y muchas veces impiden el acceso a la obra original. Y esta actividad está tarada por el signo de lo efímero, en la medida en que, como toda actividad que trabaja con nociones, está siempre amenazada de refutación. La gran ventaja del creador sobre el crítico es que trabaja con formas y no con conceptos, gracias a lo cual engendra organismos autónomos que se sitúan no solo fuera del tiempo y en consecuencia del olvido sino también fuera del espacio de batalla de la razón especulativa, en el cual los críticos se combaten, se debaten y se rebaten.
Los críticos son no obstante intrépidos, pues persisten en una actividad que ellos saben mejor que nadie dependiente, precaria y pasajera. Admiro que descarten de hecho la ilusión de pasar a la posteridad. Todo el mundo letrado conoce a Homero, pero no todos a Victor Bérard, que pasó cuarenta años estudiándolo. Étiemble dedicó veinte años a escribir un libro sobre Rimbaud. En el siglo xxi seguiremos leyendo a Rimbaud, pero nadie leerá a Étiemble. ¿Y qué decir de aquellos otros críticos que se aferran a un autor subalterno y dedican lo mejor de sí a comentar lo incomentable? Tal el caso de A. E. Housman, que pasó veintisiete años traduciendo y glosando al poeta latino Manilio, al que él mismo consideraba como “un poeta fácil y festivo” de tercer orden. Mi opinión sobre la crítica posterga pero no me libera de pronunciarme sobre el libro de Luchting. La razón es sencilla: la crítica es una institución, que podemos censurar, pero que existe, que está allí, digamos, como está la Corte Internacional de Justicia de La Haya.
Desde esta perspectiva, considero que el libro de Luchting es de gran utilidad. En un país como el Perú, donde la crítica –con pocas excepciones– ha sido siempre ejercida por profesores pesados o periodistas ligeros, es saludable ver un grupo de ensayos que no son obra de un erudito ni de un gacetillero sino de un hombre de formación literaria seria, un hombre perspicaz, inteligente, independiente, que ama su oficio y posee una punta de humor y agresividad que les da a sus comentarios un sabroso tono polémico. La imagen que uno tiene del Perú desde el extranjero es la de un pozo de agua estancada. Los ensayos de Luchting son como la piedra que removerá el pozo y dará origen a una serie de ondas concéntricas que ventilarán un poco el ambiente. Esta metáfora acuática y pedestre, no muy original, me permitirá seguir en el mismo orden de imágenes y decir que yo seré uno de los primeros en lanzar una piedra contra la obra luchtingiana.
La objeción final que le hago a sus ensayos es que no están sustentados en una “estética coherente”. Por estética coherente entiendo ese conjunto de principios, convicciones o certezas sobre lo que es la literatura, que debe formularse de manera explícita o implícita, pero permanente, por todo el que ejerce la función de crítico, de modo que sus evaluaciones puedan remitirse a dicho centro de gravedad y encontrar en él su justificación. Esta definición es muy larga y podría haberla evitado recurriendo a la palabra “ideología”, pero sé que Luchting pertenece a esa clase de personas que creen en el fin de las ideologías y a quienes la sola enunciación de este vocablo irrita.
La ausencia, pues, de lo que llamo estética coherente es lo que contribuye a darle al libro de Luchting un aspecto de dispersión, de falta de organización interna. Diríase que es una tentativa de aproximarse a ciertos escritores peruanos desde diversos ángulos y con diversos métodos, como si quisiera forjarse en la acción un instrumento de aprehensión más riguroso. Luchting es, con respecto a la metodología de la crítica literaria, un escéptico y, por ello mismo, un ecléctico. Desconfiando de la crítica marxista, freudiana, estilística, genética, estructuralista, etcétera, recurre sin embargo a nociones de las mismas, lo que demuestra su largeur de vues, pero resalta también el carácter asistemático de sus planteamientos.
Antes de responder abriré un nuevo paréntesis que espero sea el último. La crítica literaria es un género ante el que siento cada vez más perplejidad e incluso irritación. Lo que más me sorprende en ella es su carácter parasitario, el hecho de que no pueda existir independientemente de textos ajenos. “Literatura sobre literatura” se le llamó una treintena de años. Ahora los estructuralistas le han dado el nombre más imponente de “metaliteratura”. Al apelativo de parasitario habría que añadirle el de canceroso, por su tendencia a reproducirse ilimitadamente a partir de un texto original que se critica. Es deprimente pensar que si alguien quisiera hacer un estudio sobre Balzac sin olvidar una sola línea escrita sobre él, tendría que consultar, de acuerdo con las estimaciones bibliográficas más modestas, mil ochocientas obras entre bibliografías, estudios generales, interpretaciones, monografías y artículos. La crítica termina por cercar así, a las obras literarias, de una muralla de obras adventicias que dificultan y muchas veces impiden el acceso a la obra original. Y esta actividad está tarada por el signo de lo efímero, en la medida en que, como toda actividad que trabaja con nociones, está siempre amenazada de refutación. La gran ventaja del creador sobre el crítico es que trabaja con formas y no con conceptos, gracias a lo cual engendra organismos autónomos que se sitúan no solo fuera del tiempo y en consecuencia del olvido sino también fuera del espacio de batalla de la razón especulativa, en el cual los críticos se combaten, se debaten y se rebaten.
Los críticos son no obstante intrépidos, pues persisten en una actividad que ellos saben mejor que nadie dependiente, precaria y pasajera. Admiro que descarten de hecho la ilusión de pasar a la posteridad. Todo el mundo letrado conoce a Homero, pero no todos a Victor Bérard, que pasó cuarenta años estudiándolo. Étiemble dedicó veinte años a escribir un libro sobre Rimbaud. En el siglo xxi seguiremos leyendo a Rimbaud, pero nadie leerá a Étiemble. ¿Y qué decir de aquellos otros críticos que se aferran a un autor subalterno y dedican lo mejor de sí a comentar lo incomentable? Tal el caso de A. E. Housman, que pasó veintisiete años traduciendo y glosando al poeta latino Manilio, al que él mismo consideraba como “un poeta fácil y festivo” de tercer orden. Mi opinión sobre la crítica posterga pero no me libera de pronunciarme sobre el libro de Luchting. La razón es sencilla: la crítica es una institución, que podemos censurar, pero que existe, que está allí, digamos, como está la Corte Internacional de Justicia de La Haya.
Desde esta perspectiva, considero que el libro de Luchting es de gran utilidad. En un país como el Perú, donde la crítica –con pocas excepciones– ha sido siempre ejercida por profesores pesados o periodistas ligeros, es saludable ver un grupo de ensayos que no son obra de un erudito ni de un gacetillero sino de un hombre de formación literaria seria, un hombre perspicaz, inteligente, independiente, que ama su oficio y posee una punta de humor y agresividad que les da a sus comentarios un sabroso tono polémico. La imagen que uno tiene del Perú desde el extranjero es la de un pozo de agua estancada. Los ensayos de Luchting son como la piedra que removerá el pozo y dará origen a una serie de ondas concéntricas que ventilarán un poco el ambiente. Esta metáfora acuática y pedestre, no muy original, me permitirá seguir en el mismo orden de imágenes y decir que yo seré uno de los primeros en lanzar una piedra contra la obra luchtingiana.
La objeción final que le hago a sus ensayos es que no están sustentados en una “estética coherente”. Por estética coherente entiendo ese conjunto de principios, convicciones o certezas sobre lo que es la literatura, que debe formularse de manera explícita o implícita, pero permanente, por todo el que ejerce la función de crítico, de modo que sus evaluaciones puedan remitirse a dicho centro de gravedad y encontrar en él su justificación. Esta definición es muy larga y podría haberla evitado recurriendo a la palabra “ideología”, pero sé que Luchting pertenece a esa clase de personas que creen en el fin de las ideologías y a quienes la sola enunciación de este vocablo irrita.
La ausencia, pues, de lo que llamo estética coherente es lo que contribuye a darle al libro de Luchting un aspecto de dispersión, de falta de organización interna. Diríase que es una tentativa de aproximarse a ciertos escritores peruanos desde diversos ángulos y con diversos métodos, como si quisiera forjarse en la acción un instrumento de aprehensión más riguroso. Luchting es, con respecto a la metodología de la crítica literaria, un escéptico y, por ello mismo, un ecléctico. Desconfiando de la crítica marxista, freudiana, estilística, genética, estructuralista, etcétera, recurre sin embargo a nociones de las mismas, lo que demuestra su largeur de vues, pero resalta también el carácter asistemático de sus planteamientos.
Otro reparo que le hago a Luchting es su resistencia a comprender ciertos fenómenos literarios peruanos, como son las novelas de Ciro Alegría o José María Arguedas. Siempre me ha dado la impresión de que el primero de estos autores no le ha interesado, que catalogaba sus obras en la categoría de novelas pastorales. Sobre Arguedas su posición es ambigua: lo menciona varias veces pero no le dedica un solo estudio, mereciéndolo más que otros autores. Por conversaciones sé que reprocha a Arguedas su maniqueísmo y su candor en el tratamiento de aquellas escenas de las que no tiene una experiencia directa. Pero creo que esto no es suficiente como para pasar con desenvoltura sobre el resto de sus méritos. Luchting parece insensible al mundo arguediano, quizá porque este mundo exige en el lector una participación afectiva, que en los peruanos es espontánea, pero que en los extranjeros presupone un acto de voluntad.
Pienso que no vale la pena referirme aquí en detalle acerca de lo que Luchting escribe sobre mí. Como todo crítico, es enteramente libre de escoger una obra como una partitura y proceder a su ejecución. Un crítico es un mediador, un intérprete, y la audición que propone de una obra será siempre subjetiva y estará marcada por su personalidad. Más aún en un caso como el de Luchting, en el cual el crítico es al mismo tiempo un temperamental. Debo sin embargo reconocer que, a pesar de todas las reservas que me hace, su crítica es una predicación a mi favor y agradezco su empeño en dotarme de un público que él considera exiguo en proporción a mis méritos. Luchting es en realidad el único crítico que tiene de mí una idea mejor de la que yo mismo tengo y que ha propuesto con perseverancia una lectura razonada de mis libros. Dije enantes una “idea mejor” y tal vez debía haber dicho una idea diferente.
Me doy cuenta ahora de que entre Luchting y yo ha habido un malentendido radical, responsable tanto de nuestras discrepancias como de nuestras coincidencias. Y ese malentendido consiste en que Luchting tiende a considerarme como un escritor profesional, siendo así que yo no he logrado, por incapacidad o negligencia, organizar profesionalmente mi vida de escritor. Escribir sigue siendo mi ocupación favorita, pero no mi ocupación primordial. Mi ocupación primordial es, como la del 99,99 por ciento de la gente del planeta, realizar durante la mitad del día un trabajo estúpido y enajenante, con el objeto de disponer en la otra mitad de ese mínimo de comodidad y libertad que me permita escribir, si me place. Yo no vivo pues de la literatura ni para la literatura, sino más bien con la literatura de una manera incompleta, ilícita. Será por ello que al escribir tengo a menudo la impresión de estar realizando una actividad clandestina o estar practicando un juego, lo que es un acto serísimo, como todos los juegos. Por ello, igualmente, leyendo y admirando a los escritores profesionales, no reconozco en ellos a mis pares, no solicito su atención ni su reconocimiento, no me intereso mayormente por las reputaciones, no acepto las declaraciones magníficas y curales, y no excluyo, en mi caso, la hipótesis de un fracaso en toda la línea. Con estas explicaciones, naturalmente, no estoy implorando que, al juzgarme, se me aplique un estatuto privilegiado, ni amparándome en un amateurismo pasado de moda para solicitar indulgencia. Por el contrario, descubro mi juego sin complejos para que se me juzgue sin remisión.
Las relaciones entre Luchting y la literatura peruana no se limitan a las del crítico que aporta –para emplear una fórmula suya– “nuevos puntos de vista”. Hay otros dos aspectos que quisiera subrayar: su labor como profesor y como traductor. Como profesor, siempre se ha esforzado en fomentar el conocimiento de la literatura peruana en los diversos establecimientos de Estados Unidos donde ha enseñado. Este conocimiento lo inculca no solo al nivel de la lectura sino también del estudio de la redacción de trabajos prácticos. Por su iniciativa, una alumna suya se ocupa en la actualidad de disecar parsimoniosamente algunos de mis cuentos, por lo cual no sé si debo compadecer a la alumna o a mis cuentos. En todo caso, gracias a su labor pedagógica, hay muchos autores peruanos que están siendo conocidos antes de que lo merezcan o más de lo que lo merecen.
Como traductor al alemán, Luchting es implacable. Los dos libros míos que tradujo fueron precedidos de una correspondencia agobiadora, en la que me sometía listas de palabras sobre las que pedía explicaciones. Como un traductor termina por conocer una obra mejor que su mismo autor, debo confesar que muchas de sus preguntas me dejaban perplejo, pues a la escala de la palabra y de la propiedad de su empleo una obra aceptable puede estar constituida por una suma de palabras inapropiadas. Sé que Vargas Llosa estuvo a punto de volverse loco cuando Luchting empezó a traducir La Casa Verde y abrió con él el capítulo de las cartas indagatorias. Gracias a este rigor es que sus traducciones han sido tan bien acogidas en Alemania, al punto que han merecido elogios que excepcionalmente se dirigen a un traductor. El epílogo termina y no he dicho sobre el libro de Luchting todo lo malo que me había propuesto. Admito que, como corrientemente se dice, me he ido por las ramas. Espero que cuando publique su segundo tomo de ensayos y me invite nuevamente a epilogarlo podré cumplir mejor mi palabra.
Pienso que no vale la pena referirme aquí en detalle acerca de lo que Luchting escribe sobre mí. Como todo crítico, es enteramente libre de escoger una obra como una partitura y proceder a su ejecución. Un crítico es un mediador, un intérprete, y la audición que propone de una obra será siempre subjetiva y estará marcada por su personalidad. Más aún en un caso como el de Luchting, en el cual el crítico es al mismo tiempo un temperamental. Debo sin embargo reconocer que, a pesar de todas las reservas que me hace, su crítica es una predicación a mi favor y agradezco su empeño en dotarme de un público que él considera exiguo en proporción a mis méritos. Luchting es en realidad el único crítico que tiene de mí una idea mejor de la que yo mismo tengo y que ha propuesto con perseverancia una lectura razonada de mis libros. Dije enantes una “idea mejor” y tal vez debía haber dicho una idea diferente.
Me doy cuenta ahora de que entre Luchting y yo ha habido un malentendido radical, responsable tanto de nuestras discrepancias como de nuestras coincidencias. Y ese malentendido consiste en que Luchting tiende a considerarme como un escritor profesional, siendo así que yo no he logrado, por incapacidad o negligencia, organizar profesionalmente mi vida de escritor. Escribir sigue siendo mi ocupación favorita, pero no mi ocupación primordial. Mi ocupación primordial es, como la del 99,99 por ciento de la gente del planeta, realizar durante la mitad del día un trabajo estúpido y enajenante, con el objeto de disponer en la otra mitad de ese mínimo de comodidad y libertad que me permita escribir, si me place. Yo no vivo pues de la literatura ni para la literatura, sino más bien con la literatura de una manera incompleta, ilícita. Será por ello que al escribir tengo a menudo la impresión de estar realizando una actividad clandestina o estar practicando un juego, lo que es un acto serísimo, como todos los juegos. Por ello, igualmente, leyendo y admirando a los escritores profesionales, no reconozco en ellos a mis pares, no solicito su atención ni su reconocimiento, no me intereso mayormente por las reputaciones, no acepto las declaraciones magníficas y curales, y no excluyo, en mi caso, la hipótesis de un fracaso en toda la línea. Con estas explicaciones, naturalmente, no estoy implorando que, al juzgarme, se me aplique un estatuto privilegiado, ni amparándome en un amateurismo pasado de moda para solicitar indulgencia. Por el contrario, descubro mi juego sin complejos para que se me juzgue sin remisión.
Las relaciones entre Luchting y la literatura peruana no se limitan a las del crítico que aporta –para emplear una fórmula suya– “nuevos puntos de vista”. Hay otros dos aspectos que quisiera subrayar: su labor como profesor y como traductor. Como profesor, siempre se ha esforzado en fomentar el conocimiento de la literatura peruana en los diversos establecimientos de Estados Unidos donde ha enseñado. Este conocimiento lo inculca no solo al nivel de la lectura sino también del estudio de la redacción de trabajos prácticos. Por su iniciativa, una alumna suya se ocupa en la actualidad de disecar parsimoniosamente algunos de mis cuentos, por lo cual no sé si debo compadecer a la alumna o a mis cuentos. En todo caso, gracias a su labor pedagógica, hay muchos autores peruanos que están siendo conocidos antes de que lo merezcan o más de lo que lo merecen.
Como traductor al alemán, Luchting es implacable. Los dos libros míos que tradujo fueron precedidos de una correspondencia agobiadora, en la que me sometía listas de palabras sobre las que pedía explicaciones. Como un traductor termina por conocer una obra mejor que su mismo autor, debo confesar que muchas de sus preguntas me dejaban perplejo, pues a la escala de la palabra y de la propiedad de su empleo una obra aceptable puede estar constituida por una suma de palabras inapropiadas. Sé que Vargas Llosa estuvo a punto de volverse loco cuando Luchting empezó a traducir La Casa Verde y abrió con él el capítulo de las cartas indagatorias. Gracias a este rigor es que sus traducciones han sido tan bien acogidas en Alemania, al punto que han merecido elogios que excepcionalmente se dirigen a un traductor. El epílogo termina y no he dicho sobre el libro de Luchting todo lo malo que me había propuesto. Admito que, como corrientemente se dice, me he ido por las ramas. Espero que cuando publique su segundo tomo de ensayos y me invite nuevamente a epilogarlo podré cumplir mejor mi palabra.
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